Por Francisco Méndez, Periodista
Ana González, figura emblemática de la lucha por los Derechos Humanos en Chile, murió buscando a dos hijos, su marido y su nuera embarazada, desaparecidos en dictadura, en el año de los “contextos” y de “la historia no comenzó en 1973”. Dio su último suspiro en un 2018 plagado de recuerdos, de la celebración de los 45 años del golpe con el que Pinochet se tomó el poder, y en el que se intentó, nuevamente, reescribir la historia.
Esta madre, abuela y esposa, dejó de existir en carne en tiempos en que la “nueva derecha” volvió al poder, una vez más, sin hacer un mea culpa sobre las barbaridades que apoyó. Pero no solo eso. En esta ocasión, González vio a este sector vestirse con ropas que no le correspondían, celebrando fechas significativas, como las tres décadas del triunfo del NO, con chapitas y sonrisas que festejaban una victoria electoral ajena, pero sumamente propia en materia ideológica.
Ella y muchos, vimos que en este año se trató de despolitizar la lucha en contra del exterminio; observamos cómo se ha seguido intentando recurrir a las brutalidades de regímenes dictatoriales de izquierda en el exterior para hacer un empate moral y ético que en Chile, por historia y tradición política, no existe.
¿La razón? Porque tras la persecución y la muerte de gente en la tiranía institucionalizada, no está solamente la Guerra Fría y, por ende, la lucha de dos bloques ideológicos, sino también la férrea estructura de clases que marca hasta el día de hoy a nuestra sociedad.
Los familiares de Ana González fueron asesinados porque pertenecían a un mundo obrero que estaba politizado y que, por lo mismo, tenía conciencia clara de lo que era y cuál era el destino que debía cambiar. No fue una casualidad, ni menos producto de esa extraña guerra en la que solo algunos tenían armas y el poder del Estado para masacrar al otro. Pero esto no se quiere decir, porque hacerlo sería escudriñar, entrar en las motivaciones de ciertos sectores para hacer lo que hicieron, cuestión que desmontaría toda esa idea de que el pasado es el pasado y que lo sucedido jamás se repetirá.
Esto último no queda tan claro con el silencio del gobierno ante la muerte de Ana González. El Presidente, quien se ha paseado por donde ha podido hablando de su defensa de la vida y los Derechos Humanos en dictadura, no ha dicho absolutamente nada. Algunos lo agradecen y hasta señalan que es mejor, porque puede decir alguna tontera. Sin embargo, hay gente, entre la que me incluyo, que cree que un jefe de Estado, sin importar las ideas que defienda, debe asumir su jefatura con responsabilidad. Porque no se trata de defender los postulados de los familiares de González, ni nada parecido, sino que de dejar en claro que, en un contrato social democrático, lo que se le hizo a esta mujer y a los suyos es condenable desde toda perspectiva.
¿Por qué el gobierno no dice eso? Simple, porque hablar en abstracto sobre los derechos fundamentales es más simple que hacerlo en concreto. Y Ana era el ejemplo de un dolor concreto. Era la representación misma del resultado catastrófico de los caprichos ideológicos de un sector que no quería ser sacado de sus privilegios de clase. Su vida y su muerte son el testimonio claro de que Chile ha sufrido por años debido a la grave confusión que la derecha tiene entre sus intereses y los de un país. Por lo que, aunque intenten decir lo contrario e igualar la historia, lo cierto es que los Derechos Humanos son y seguirán siendo patrimonio de la izquierda. Y no se debe a una apropiación indebida, sino a la obstinación de unos pocos por preocuparse por las violaciones a estos dependiendo de las ideas que defienden las víctimas. ¿Cómo cambiamos esto? Es una buena pregunta que tiene respuestas que no se quieren decir en voz alta.
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