Por Carlos Gajardo/ Abogado, ex fiscal.
El 07 de noviembre del año 2002, Alex Lemún tenía 17 años. Junto a otros integrantes de su comunidad ocuparon el Fundo Santa Elisa. Un grupo de carabineros al mando del mayor Marco Treuer concurrió a su desalojo, utilizando gases lacrimógenos y balas antimotines, mientras recibían de vuelta piedras y boleadoras. Los carabineros, al sentir disparos, según declararon posteriormente, usaron sus armas de servicio e hirieron mortalmente en el cráneo a Lemún, quien falleció días después en un Hospital de Temuco. El Ministerio Público inició la investigación y rápidamente se declaró incompetente al advertir que el autor de los disparos había sido un carabinero en servicio activo. El caso fue investigado, por lo tanto, por la Fiscalía Militar y por la Corte Marcial, que estimó que no se había ejercido violencia innecesaria pues los disparos de Treuer se debían a un uso proporcional a la situación producida y dejó sin efecto el procesamiento de Treuer. Ninguna evidencia mostraba que efectivamente se hubieran producido disparos por parte de los comuneros mapuches.
No es, por lo tanto, Camilo Catrillanca el primer comunero mapuche que muere en una situación que se presenta rápidamente como un enfrentamiento por parte de la Policía. Antes que él hubo situaciones parecidas en los casos de Alex Lemún, Jaime Mendoza Collio y Matías Catrileo.
¿Por qué en el caso de Camilo Catrillanca la reacción de la ciudadanía ha sido especialmente cuestionadora del accionar policial y de las autoridades?
Creo que la explicación tiene íntima vinculación con lo que sucedió con la operación Huracán. Durante mucho tiempo los reclamos y acusaciones de montajes policiales que se hicieron en la Araucanía fueron desoídas por el Ministerio Público y por la comunidad en general, entendiendo que se trataba de los recurrentes alegatos que hacen las defensas en juicio para defender a sus imputados.
La comprobación de que las acusaciones de montajes eran reales y las pruebas de la policía eran falsas, fue realizada cuando se descubre que los mensajes de whatsapp del programa Antorcha, que se habían interceptado gracias a sofisticados sistemas tecnológicos ideados por el ingeniero Smith, no eran tales y existían sólo en la mente de los investigadores, una manga de chapuceros e inexpertos hackers que habían conseguido embaucar al alto mando, a fiscales y a jueces.
Tras ese descubrimiento, que generó una tensión importante entre la Fiscalía por una parte y el alto mando de Carabineros y el gobierno saliente por otra, se provocó un descabezamiento de generales en la institución uniformada, que pasó a ser encabezada por Hermes Soto, un oficial con experiencia en la calle y sin nexos con estas prácticas que debían ser desterradas de la institución. El hecho que tan sólo ocho meses después de esa crisis, nuevamente tengamos un episodio semejante de falsificación y destrucción de pruebas, un nuevo montaje en rigor, se vuelve intolerable para la ciudadanía, máxime cuando esta vez acarrea la muerte a tiros por la espalda de un comunero, la detención y tortura del adolescente que lo acompañaba y explicaciones inverosímiles sobre el motivo por el cual el carabinero destruyó la tarjeta de video que grababa el procedimiento.
El Caso Catrillanca nos demuestra que la crisis policial está lejos de ser resuelta y que no basta un simple cambio de nombres en el alto mando. La gravedad del actuar policial exige modificaciones profundas en la formación policial, en los protocolos y la manera en que se desarrollan los procedimientos y especialmente en la sujeción irrestricta al poder civil, el cual según un ex Ministro del Interior ha sido inexistente nada menos que en los últimos 30 años en nuestro país.
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