Por Daniel Matamal, periodista
La democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud”.
Eso escribía en 1822 Diego Portales, comerciante y futuro dueño del monopolio del tabaco en Chile. Dos siglos después, otro relevante líder patronal marca la diferencia entre el ideal de la democracia y lo que es posible en Chile. Juan Sutil, candidato de la Sociedad Nacional de Agricultura a la presidencia de los empresarios, dice que “si yo viviera en un país anglosajón, sin duda votaría ‘apruebo’ porque tendría la confianza de que vamos a construir un país mejor”.
Pero como vivimos en Chile, nomás, votará rechazo a la posibilidad de construir una Constitución en democracia.
Son dos puntas de un argumento que ha cruzado como una cicatriz toda la historia de Chile. La democracia plena es muy linda, pero acá no se puede. Como proponía Portales, hay que imponer “un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos”.
Dos siglos después, aún esperamos ser moralizados.
En su expresión más burda, está la popular idea de que “es mala la raza”. Según ella, América Latina tiene la desafortunada mezcla de español e indio, inferior genéticamente a la de los colonos británicos del norte. En una derivación más políticamente correcta, que viene de las teorías de Max Weber sobre el protestantismo, se habla de la diferencia “cultural” con esas sociedades anglosajonas que añora Sutil, donde los ciudadanos sí son capaces de “construir un país mejor”.
Y si los ciudadanos, esos inmorales, no son capaces, ¿entonces quiénes deben tomar las decisiones? Jaime Guzmán lo dejó muy claro al diseñar nuestra actual Constitución: “Es siempre una minoría o élite la que decide el inicio y las reglas del juego cuando una democracia nace”.
El argumento cultural parece persuasivo. Después de todo, es verdad que los países nacidos de las colonias británicas en América del Norte y Oceanía son más democráticos y prósperos que aquellos que derivaron del Imperio Español.
Pero la causalidad no se sostiene. Países como Nigeria, Sudán, Guyana y Bangladesh también fueron parte de la Corona Británica.
En verdad la diferencia no es la raza ni la cultura, sino la estructura de poder. Cuando llegaron a América, los españoles se encontraron con abundantes recursos naturales y población, y pudieron ponerse al tope de una estructura jerárquica a través de la cual extraer rentas. La independencia, siguiendo la Ley de Hierro de la Oligarquía de Robert Michels, sólo reemplazó a una oligarquía por otra.
Esa sociedad extractiva, en que unos pocos dominan los recursos, favorece la desigualdad, el autoritarismo y el atraso. Esto fue especialmente brutal en los lugares más ricos en oro, plata y mano de obra indígena, donde además ya existían sociedades extractivas. Así pasó en Perú y México, al que un impresionado Alexander von Humboldt llamó en 1804 “el país de la desigualdad”.
Los colonizadores británicos de América del Norte no eran más cultos ni altruistas que los españoles. De hecho, intentaron aplicar el mismo modelo de sometimiento y extracción. Pero, para su desgracia, Virginia y Carolina del Norte no tenían ni los recursos naturales ni la población indígena de México o Perú. Los colonos tuvieron que olvidarse de la vida fácil y trabajar ellos mismos la tierra y las minas. Se convirtieron en pequeños propietarios, con riquezas similares entre sí, y lógicamente se dieron estructuras de gobierno igualitarias y democráticas (reducidas al principio sólo a los hombres blancos, por cierto).
Mientras, en América Latina, los indígenas y esclavos eran explotados en beneficio de otros, dando lugar a instituciones verticales y excluyentes.
Del mismo modo, donde los británicos sí pudieron subyugar a una gran población local para extraer recursos, como en India, Sierra Leona y Nigeria, su abuso fue tanto o más implacable que el español, y su consecuencia, la creación de sociedades pobres y desiguales.
El problema, por lo tanto, no es la raza ni la cultura, sino la estructura de poder. La clave es que, en palabras de Daron Acemoglu y James Robinson, ese poder “esté limitado y suficientemente repartido”, evitando que una élite lo capture para proteger sus privilegios.
Afortunadamente, esa estructura no es una condena. Hace un siglo nadie hubiera apostado a que un país corrupto y pobre como Suecia se convertiría en uno de los más prósperos del mundo. Pero una élite amenazada por rebeliones internas y peligros externos cedió poder en beneficio de los ciudadanos. Las guerras mundiales fueron grandes igualadoras en Europa, al destruir riquezas y poner en situación de fuerza a soldados, trabajadores y, por primera vez, mujeres. Entonces avanzaron al sufragio universal y a la construcción de estados de bienestar.
En su debida proporción, Chile enfrenta un hito similar hoy. Una oportunidad única para que, por primera vez en nuestra historia, las reglas del juego sean acordadas entre todos, y no impuestas, como decía Guzmán, por una minoría.
Y esa minoría -vaya sorpresa- intenta derribar el proceso convenciendo a los ciudadanos de que no son capaces de tomar esa responsabilidad en sus manos, por no ser lo suficientemente “virtuosos” (Portales) o “anglosajones” (Sutil).
No es más que una sutil estrategia para mantener la estructura de poder en su sitio.