Por Matías Meza-Lopehandía, abogado de la U de Chile y MSc en DDHH – London School of Economics
El miércoles 4 de marzo fue un día histórico: el Congreso Nacional aprobó la reforma que modifica el sistema electoral de la Convención Constitucional para garantizar en ella el equilibrio de género. Con esto, el movimiento feminista logró un triunfo categórico. La imagen de la primera Asamblea Constituyente paritaria en la historia moderna, impensable hace solo unos meses, es poderosa e irreversible.
Junto a esta conquista de proporciones, hubo un hecho que pasó inadvertido: se aprobó también la modificación que permitirá a los independientes formar listas para competir en la elección de los constituyentes.
A diferencia de la cuestión de la paridad y la de los escaños reservados para indígenas (aún por resolver), las fuerzas políticas se pusieron de acuerdo bien rápido en esta materia. Hubo al menos dos razones para ello. Por un lado, evitar que su crisis de legitimidad se traspasara completamente a la Convención Constitucional a través del excluyente sistema electoral. Por otro, la derecha, siempre reacia a ampliar las formas de participación, vio rápidamente la oportunidad de dividir aún más al electorado de las izquierdas, no solo entre sus decenas de partidos, sino que ahora también entre las listas de independientes.
Hasta ayer, las reglas vigentes solo permitían que los independientes participaran como candidatos en listas de partidos políticos. Si querían correr por fuera, podían hacerlo, pero sus posibilidades eran prácticamente nulas: para lograr un escaño debían competir individualmente contra la suma de los votos de los candidatos de las listas de lo partidos. De hecho, en el actual Congreso, solo el independiente René Saffirio logró convertirse uno de los 155 diputados elegidos.
Las nuevas reglas permiten a los(as) ciudadanos(as) –que logren juntar firmas equivalentes al 0,4% de las personas que votaron en la última elección parlamentaria en el distrito respectivo– inscribirse como independientes. Pero, además, autoriza a que dos o más candidatos independientes se inscriban como lista en el distrito y, en ese caso, aunque la redacción de la norma es muy deficiente, bastaría con que en conjunto sumen firmas por el 1,5% de los votantes de la última elección. Por otra parte, la reforma les exige acordar un lema común que los identifique y presentar el programa constitucional que defenderán en la Asamblea Constituyente.
Esto es sin duda una buena noticia. Pero las candidaturas independientes no son buenas porque sí. Es más, pueden ser nefastas, si solo favorecen a los famosos y se traducen en una Asamblea Constituyente farandulizada. En realidad, son valiosas cuando son el resultado de un proceso orgánico que expresa un proyecto político. En este caso, las candidaturas independientes pueden ser el vehículo que lleve la potencia constituyente que estalló el 18 de octubre y se propagó entre Asambleas Territoriales y Cabildos Autoconvocados al proceso constituyente.
El problema es que el itinerario constituyente está diseñado con rigor casi científico para evitar que esa potencia se convierta en poder constituyente. Casi todos sus detalles apuntan en ese sentido: desde la lógica de una Convención mediada por la representación, pasando por el quorum de 2/3 y los contenidos mínimos, hasta la posibilidad de que el Tribunal Constitucional destituya a asambleístas por incitar “a la alteración del orden público”. De ahí que la doctora en teoría política Camila Vergara haya destacado, en un artículo reciente, la necesidad de darle legitimidad al proceso incluyendo a los cabildos en la elaboración del texto, pero no señala cómo hacerlo.
Al autorizar las listas de independientes, la élite ha abierto, sin quererlo, una grieta en este itinerario constituyente por donde se puede filtrar la ciudadanía y sus espacios de deliberación soberana. Pero para eso tiene que mostrar que su potencia puede ser poder, más allá de su capacidad de movilización. Tiene que saber articularse para organizarse como Asamblea Nacional, en el sentido de elaborar una propuesta constitucional popular y ciudadana antes que comience el trabajo de la Convención Constitucional. Y en este proceso deberá ser capaz de superar las desconfianzas para hacer alianzas con los partidos políticos con que haya sintonía programática.
Solo así se podrá hacer un diseño electoral a nivel distrital que le permita autorrepresentarse en la Convención Constitucional, sin hipotecar la posibilidad de articular en su interior una mayoría suficiente para establecer las bases del nuevo Chile.
Todo esto sería un poco menos difícil si al menos algunos partidos de izquierda siguen la propuesta que hizo Nicolás Grau en otra columna, esto es, poner sus capacidades y legalidad en función del objetivo de la autorrepresentación.