Cristián Orrego, María Emilia Tijoux y Constanza Ambiado Universidad de Chile
Se está frente a una situación sin precedentes, al menos en los últimos años. Gobiernos de todo el mundo reaccionando de las más diversas formas ante un sistema económico y financiero que está cediendo a una situación sanitaria crítica, generando desastrosos efectos a nivel económico y social. En ese escenario, pareciera ser que la prioridad de los gobiernos centrales ha sido resguardar la macroeconomía mediante acciones proteccionistas, a modo de evitar efectos irreversibles en el mercado financiero o de divisas, aunque el éxito de esta hazaña implique consecuencias aun peores que derivan en degradación y desprotección de la vida -o de algunas vidas. A nivel micro, el abandono estatal para gran parte de la sociedad hace que la crisis se viva de golpe, en ámbitos que van desde la economía familiar hasta la probabilidad de acceso a mínimos de bienestar durante la pandemia a través de un conjunto de derechos económicos, sociales y culturales.
La situación global derivada del COVD-19 posee efectos directos relacionados con la salud de las personas y la capacidad del sistema de salud, e indirectos relacionados con la capacidad de los diferentes subsistemas sociales para proveer de bienestar a través de los servicios y prestaciones sociales. En tal contexto, uno de los efectos derivados de la crisis sanitaria afecta directamente al mercado del trabajo, a partir de la contracción de demanda laboral, que deriva en despidos apelando a elementos que el mismo gobierno central proporcionó a inicios de la crisis laboral/social derivada de la crisis sanitaria a partir del Dictamen n° 1283/006 de la Dirección del Trabajo.
La postura del Ejecutivo ante los efectos sociales es, desde el principio, relevar la necesidad de resguardar los efectos a nivel productivo, aunque ello implique dejar morir a un segmento de la población: la más precarizada, marginada y estigmatizada; que ahora, en tiempos de crisis, sólo logran profundizar dicha condición. Es este espacio de acción donde, sobre todo en tiempos de excepción, el poder político plantea a la vida y al cuerpo como su último fundamento y a su poder de hacer vivir y dejar morir.
La CEPAL plantea a la heterogeneidad estructural como el rasgo característico de las economías de la región. En términos simples, esta idea implica que existen estructuras productivas caracterizadas por vastos segmentos de baja productividad que generan una proporción modesta del producto, así como un volumen importante del empleo, en condiciones de informalidad y precariedad; frente a un sector de alta productividad, pero con una proporción limitada de empleos en condiciones de trabajo decente, y por lo tanto acceso a protección social y acceso a servicios y derechos sociales.
Es precisamente en el primer sector donde se insertan, por excelencia, las personas trabajadoras migrantes: en sectores de baja productividad y alta precariedad, y que además en algunos casos se ve complementantado con una limitación estructural al acceso a bienestar: la irregularidad migratoria, producida, sobre todo, por políticas restrictivas y la burocracia derivada de ellas. De tal manera, los marginados, precarizados y expuestos siguen siendo los mismos, pero que ahora, en el contexto de crisis sanitaria, reproducen e incrementan su marginalidad.
La crisis, y sus efectos en la esfera social, si bien es cierto afectan a un amplio sector previamente precarizado, se ven mayormente afectados los grupos más vulnerables, como por ejemplo las mujeres jefas de hogar de sectores empobrecidos, hogares sin acceso a internet, personas sin acceso a agua, trabajadores informales y migrantes, siendo uno de los peores escenarios las personas migrantes que trabajan informalmente y sin papeles de identidad. En un Estado de excepción derivado del Covid-19, con una sociedad en confinamiento, recluída en sus casas, emergen conceptos como el teletrabajo, el teleconsumo, la distancia social. Sin embargo, entendiendo que todo lo que puede realizarse a distancia es deseado para efectos de la disminución de la probabilidad de contagio, ¿quiénes son los que pueden acceder a dicho beneficio?; o al menos, ¿quiénes son los que pueden acatar la recomendación del teletrabajo?.
Según el Instituto de Sistemas Complejos de Ingeniería (ISCI) de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas (FCFM) “entre un 76 y 78 por ciento de personas de hogares con ingresos menores a $600.000 se siguió desplazando para trabajar entre el 16 y el 22 de marzo, situación que fue diametralmente opuesta en los hogares de mayores ingresos, en que un cerca de un 80 por ciento teletrabajo”. Por tanto, los efectos indirectos de la pandemia (aquellos relativos al confinamiento y teletrabajo) solo alcanzan a una pequeña porción de los hogares de menores ingresos y a una gran porción de los hogares de mayores ingresos.
La Encuesta CASEN 2017, mas allá de mostrar una alta participación laboral de la población migrante que se explica por los efectos de la necesidad de un contrato de trabajo para optar a una visa, da cuenta que el promedio de ingresos de esta población (648 mil en 2017) viene disminuyendo desde el año 2013, lo cual da cuenta de un paulatino empobrcimiento. Asimismo, la Encuesta muestra una pobreza por ingresos y multidimensional mayor en el caso de las personas migrantes frente a las nacionales, así como su concentración más alta está en el grupo de “trabajadores no calificados” (21,9% del total de población migrante ocupada según oficio).
Los datos muestran una efectiva inserción de la migración laboral al mercado del trabajo, pero caracterizada por su precariedad y concentración en los amplios segmentos de baja productividad descritos anteriormente. A esto se suma la situación de aquellos trabajadores informales, quienes, entre otras razones, no han podido regularizar su situación migratoria que, en algunos casos, arrastran desde la imposibilidad de trabajar de manera formal a la espera de su visa de trabajo a partir del proceso de regularización extraordinaria. En estos casos, donde la irregularidad migratoria genera informalidad laboral, se hace aún más dificil acceder a protección social, incluso no contributiva. Asimismo, según la CEPAL, aquellos sectores más afectados por las medidas de distanciamiento social y cuarentena son los relacionados con servicios y comercio que, en gran medida, dependen de contactos interpersonales. En este sentido, la Encuesta CASEN 2017 muestra que la mayor concentración por rama de trabajadores migrantes se da en “comercio al por mayor y menor” (19,9%).
Finalmente, si la migración representa un componente fundamental para la reproducción de la sociedad global -y del capital en particular- al existir transferencia de fuerza de trabajo desde zonas empobrecidas hacia zonas más desarrolladas económicamente, durante la pandemia ésta continúa siendo el eslabón que permite el funcionamiento de gran parte del sector productivo, situación que puede observarse en los diferentes servicios que siguen funcionando para mantener viva a las ciudades y permitir el cuidado de muchos, como por ejemplo los repartidores de delivery, trabajadores de bombas de bencina, supermercados y ferias libres, entre otros.
En este sentido, más allá de la exposición que ello implica, la protección no debiese ser diferente a la que se brinda a los trabajadores chilenos y chilenas, a pesar que, desde un punto de vista estructural, las y los trabajadores migrantes (y más aún los irregulares o informales) estén insertos en segmentos precarizados con anterioridad a la crisis sanitaria, y se trate de cuerpos atrapados en una doble condición -siempre sujeta a la explotación-, que los presenta, por una parte, resolviendo la vida de los demás a la vez que arriesga la suya; y por otra, enfrentado a la xenofobia y al racismo, lo que también los deja en un riesgo permanente.
Dado el vínculo entre regularidad, formalidad y protección social; sobre todo en tiempos de excepción, disponer de papeles de identidad es, sin duda alguna, un asunto de vida o muerte.