Por Javier Agüero Águila, Académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
En diferentes sectores de Santiago y a lo largo de Chile hemos visto, los últimos días, la emergencia de un actor político –profundamente político– cuya legitimidad no proviene de su representatividad o de la justa lucha contra el sistema neoliberal (aunque al final, y sin quererlo probablemente, se sume). Se trata de un actor que vuelve desde las tinieblas de un país que pensábamos, al menos en esto, olvidado, superado. Habíamos cambiado el hambre por el endeudamiento, la sobrevivencia vital por el aspiracionismo, y parecía que, en nuestro país, aunque brutalmente injusto y evidentemente secuestrado por un puñado de familias, morir de hambre era algo extremadamente raro y casi inexistente. Este actor son los hambrientos, que emergen desde la periferia de una sociedad en donde el Estado no es nada más que el irónico apodo parriano: un país que apenas alcanza a ser paisaje.
¿Qué pasa cuando el hambre pierde el miedo?
Como lo sostiene Marc Crépon –filósofo francés contemporáneo–, los sistemas democráticos liberales habrían descubierto un fértil terreno para desplegar lo que en palabras de Michel Foucault se denomina “gubernamentalidad”, es decir: la gestión tanto del autocontrol de los individuos como la manipulación de la población en general. Este terreno es el miedo.
Así, lo que podría parecer propio de regímenes totalitarios, tiranías, despotismos, dictaduras, en fin, se ha insertado en las democracias actuales como un espacio propicio para el ejercicio del poder. En este sentido, el poder mismo sabe que tenemos miedo, por ejemplo, a la pérdida del trabajo, a la enfermedad (y entonces enfrentarnos a un sistema de salud miserable), miedo por el futuro de nuestros hijos, miedo a hipotecar nuestros bienes materiales, a la vejez, al migrante y al extraño, etc., un conjunto de temores que articulados y colaborando entre sí construyen una Cultura del miedo (nombre del libro de Crépon), que no es otra cosa que una nueva forma de control y de monitoreo de lo social.
Es importante, en este momento, establecer la diferencia entre terror y miedo. El terror, señala Marc Crépon, es un dispositivo colectivo, general, que apunta al sometimiento de un grupo humano mayor, a través de técnicas de represión, persecución y, muchas veces, apremios ilegítimos o la muerte. El terror está ahí amenazándonos a todos, atento, atrincherado en un sombrío espacio y siempre dispuesto a desplegar su ola de espanto. El miedo, en cambio, apunta al individuo singular operativizando el terror en nuestras vidas cotidianas y en nuestras rutinas más elementales. Es en este punto que las democracias contemporáneas han devenido administradoras de estos miedos, haciendo de ellos un espacio para que la gerencia del poder pueda inmiscuirse en la intimidad, determinando las identidades y controlándonos desde este miedo microscópicamente localizado.
Hoy, en tiempos del Covid-19, aparece un nuevo miedo que es tan real como potencialmente subversivo: el miedo al hambre. La diferencia es que este miedo no es identificado por el Estado (aunque sí es responsable), sino que más bien surge desde el borde de un sector de nuestra sociedad que empieza a adelgazar a la fuerza, a debilitarse física y mentalmente sin poder evitarlo, y en el que el hambre reaparece como un imperativo imposible de sortear, como un estado de las cosas que arremete con la brutal sinfonía de la muerte.
Sin embargo, y como se ha visto hoy, el hambre desterritorializa lo político y posee una fuerza subversiva descomunal, que no se nutre de alimentos, sino de margen, abandono, injusticia, crueldad, construyendo de esta manera una zona que paulatina y legítimamente comienza a descontrolarse “sin miedo” al contagio, a los brotes o a la multiplicación del virus. Esto porque saben que antes mueren de hambre que de coronavirus. Los hambrientos nos enrostran que perdieron el miedo porque, en este contexto, quien no se rebela no vive. En esta misma línea y tras los llamados “actos vandálicos” que se nos tele-transmiten, lo que hay son familias, mujeres, hombres, niños y ancianos que comienzan a palidecer por la falta de comida, y que no tienen otro medio más que hacerse notar a través de una “violencia” curtida en el vientre de la desesperación y el olvido.
Entre las muchas miserias que nos dejará este virus, sabremos de una que es tan prehistórica como contemporánea, tan real como traumática: el hambre. Que comienza a filtrarse poderosamente por las cañerías de un país que no se conoce a sí mismo y que se reproduce en el abyecto triunfo del asistencialismo neoliberal.