Cuando a Elvis Bello le preguntan por qué decidió dejar la tranquilidad que respiraba en el sur por el gris y desolado Santiago, se encoge de hombros, abre los ojos y da una respuesta que brota como un reflejo: “Por plata”. En Concepción, dice, ya no había en qué trabajar. “Estuve dándole desde finales del año pasado en distintos pololitos, como maestro de lo que fuera”, cuenta. No ganaba mucho, pero lo suficiente para poder vivir junto a sus padres y pagar la pensión de su hijo, Máximo, el pequeño de cuatro años que sonríe en el fondo de pantalla de su celular.
Como a casi dos millones de trabajadores en Chile, el arribo de la pandemia truncó todos sus planes. Por eso, no dudó en tomar una decisión arriesgada: viajar a la capital y trabajar como taxista. “Fue lo que se me ocurrió. Trabajaba en esto antes, pero por distintas razones perdí mi auto. Ahora lo recuperé y decidí venirme”, explica.
Lleva una semana al volante y no deja de pensar en el arriesgado oficio que está desempeñando; una ruleta rusa del Covid-19 en cada parada. Recién está asimilándolo todo. Como en el Biobío las cifras de contagio se mantenían relativamente bajas hasta la semana pasada, era incapaz de imaginar cómo sería el escenario en la capital. “Me lavo las manos con alcohol gel, desinfecto mi auto con amonio cuaternario al comenzar la jornada, pero igual sé que estoy en riesgo. No tengo opciones, solo trabajar”, confiesa, mientras recorre las calles del centro en busca de algún pasajero. “Están vacías, como nunca. ¡Ya no hay tacos en Santiago!”, cuenta, intentando mostrar el lado amable de conducir en una de las zonas que más contagios por habitante registra en el planeta.
Su vehículo aún no ha sido reacondicionado con algún plástico que divida su asiento con el de los pasajeros y cree que no lo hará: “Al final, si el pasajero que transporto tiene el virus, va a contagiarme igual por el dinero que me pase o por estar cerca de él. Trato de no pensar, aunque sé que es algo que está ahí”.
En cuanto a las ganancias, asegura que bajaron dramáticamente. “Como un 80% de lo que antes del estallido social se ganaba”. Con las cuarentenas obligatorias y el temor por caer contagiados, encontrar un pasajero en las avenidas santiaguinas es prácticamente una hazaña, “además, todos se mueven por las aplicaciones”, cuenta. Incluso, él debió unirse a una: Didi. “Como no todos pueden salir a trabajar, Didi debió abrirse a los taxistas. Hasta ahora anda bien; cuento con los dedos de mi mano los pasajeros que tomo sin la aplicación, no anda nadie en las calles”, dice, mientras hace una pausa para estacionar su Toyota Corolla.
Aunque vive con el temor constante de infectarse y aún no tiene siquiera un plan de salud, Elvis sonríe. “No puedo hacer nada más que trabajar. No me voy a sentar a esperar que me ayude el Estado, porque no me ayudará”, asume. Sube al vehículo, enciende la radio y retumba Días Grises, del rapero Jonas Sanche. “Y esto es así, pasan los día’ y yo sigo aquí/ Esperando a que la vida vuelva a sonreír”… Elvis mueve la cabeza, se despide y pisa el acelerador, entregado a su suerte.
“Los dueños de este negocio somos enfermos crónicos, así que estamos expuestos a que nos agarre esta cuestión y nos haga pedazos, pero qué vamos a hacer, no podemos quedarnos en la casa. Si no salimos a trabajar, no comemos. Y hoy estamos en serios problemas”.
Guillermo Sáenz es uno de los dueños del London Café, emplazado a un paso del Metro Santa Lucía, en Santiago Centro. Hasta antes de la llegada del coronavirus el local tenía un respetable número de clientes, pero desde marzo todo eso desapareció, empujando a los Sáenz a poner en riesgo su precaria salud para sobrevivir. Anteriormente, la constructora donde Guillermo trabajaba se había acogido a la Ley de Protección del Empleo, por lo que tuvo que concentrarse en mantener el local a flote, lo que ha sido casi inviable: “La llegada de la pandemia provocó el desastre: las ventas se fueron literalmente al piso, bajaron a un 12%. Perdimos todo el camino recorrido, todo el esfuerzo de una década desapareció. Y también tuvimos que acogernos a la ley con nuestros trabajadores”.
La falta de ingresos y la necesidad de llevar comida a la mesa empujaron a Sáenz y familia a incursionar en la modalidad de delivery, algo que nunca había estado en los planes. “Cuando se declaró la cuarentena seguimos instrucciones y dejamos el local cerrado por cinco semanas, sin ingresos. Hicimos lo que estuvo a nuestro alcance para seguir andando, hasta que llega un minuto en que las finanzas no dan. Uno se empieza a comer los ahorros y eso es crítico”, dice.
Guillermo explica que postularon a fondos concursables y pidieron el crédito del Fondo de Garantía para Pequeños Empresarios. “Se suponía que íbamos a tener un préstamo equivalente a tres meses de ingresos, pero nos prestaron lo de medio mes. Eso nos llevó a tener que volver a abrir. Con los cambios de permiso que hubo vimos que uno de nuestros códigos en el Servicio de Impuestos Internos nos permite hacer delivery”, detalla. Ese fue un salvavidas importante, aunque estuvo lejos de ser suficiente. Todo con el fantasma del coronavirus presente. “Somos diabéticos los dos y el tema de la enfermedad es terrible. Intentamos, en la medida de lo posible, tener el menor contacto con gente. Tenemos todas las medidas de seguridad, pero esto es literalmente cruzar los dedos”, expone con angustia.
Las razones para estar asumiendo estos riesgos parecen sobrar, pero Guillermo aun así las detalla: “Ya estoy al límite, se acaban los fondos, la cuenta corriente no da más, las ventas son muy precarias y no estamos claros cuánto tiempo más se resiste así. No tengo idea cómo vamos a resolverlo, es así de duro”.
Sáenz dice que todos los negocios vecinos están en una situación similar, y que el único que se ha salvado y “ha logrado capitalizar la pandemia” es uno de frutas y verduras. “Vamos a resistir hasta donde se pueda. Y si ya no podemos, tendremos que cerrar, hablar con el dueño del local y decirle ‘amigo, estamos jodidos, no podemos seguir’”.
Guillermo rescata algunos gestos que ha visto hasta ahora, como el del mismo dueño, con quien negociaron una rebaja en el arriendo: “Pero él también tiene sus problemas, ¿no? Y nosotros no les compramos a nuestros proveedores porque no vendemos, y si ellos no logran vender, es una cadena. Salvo empresas esenciales, donde siguen percibiendo renta, para nosotros, los que estamos haciendo el sueldo día a día, esto es el terror”.
La historia de Fedor Rodríguez (35 años) es la que viven muchos inmigrantes hoy en el Gran Santiago. Llegó a Chile desde La Guaira, Venezuela, hace cinco años, cautivado por el crecimiento económico que veía en artículos de internet o escuchaba en voz de sus propios coterráneos. Junto a su esposa y su hija dejaron toda su vida allá, cambiando el calor del Caribe por las frías alturas de la Cordillera de los Andes. No le estaba yendo mal en su apuesta, hasta que apareció el coronavirus.
“Antes trabajaba en una empresa que confeccionaba muebles de oficina, pero ante la pandemia paramos”, cuenta. Han pasado casi dos meses desde que la empresa tomó un receso por la falta de clientes y él, sin mayores opciones, debió reconvertirse en un repartidor de comida, donde trabaja de lunes a lunes. “Siempre tuve en mente hacer esto. Sabía que si paraba la empresa iba a tener que salir a trabajar como delivery. Ya lo venía haciendo de antes, porque habían bajado las ventas, pero ahora tuve que dedicarme completamente a esto”, reconoce.
Fedor es uno de los miles que trabajan en aplicaciones tecnológicas repartiendo compras de comida y otros productos a domicilio. Viste ropa deportiva y aguarda sobre su bicicleta por un encargo en una céntrica tienda de comida rápida, que llevará a destino a toda velocidad. Así pasa los días, entregado hasta 10 horas a los pedales para ganar algo de dinero, ignorando el miedo. “Es complejo tener que hacer esto, pero intento tener la mentalidad fuerte. Me encomiendo a Dios y tomo todas las previsiones recomendadas para evitar un contagio”, asegura.
Su vida cambió completamente desde marzo y lucha por conservar lo que con esfuerzo consiguió durante estos años. Con su trabajo y el de su mujer consiguieron un arriendo en un departamento del centro, pero la crisis ha dejado todo en entredicho. “Mi esposa también estaba trabajando, pero su empresa también cerró y ahora se estará acogiendo al seguro de cesantía”, dice. Como miles, no tiene otra opción más que salir a trabajar.
No sabe cuántos kilómetros completa diariamente, pero sí que para que su jornada valga la pena no puede dedicarle menos de ocho horas a pedalear. “Todo depende del día, de las horas trabajando y si te mueves en bicicleta, moto o carro. Un día bueno puedes ganar entre 20 mil y 25 mil pesos, trabajando entre ocho a 10 horas”. Un día normal, que son casi todos, apenas espera unos 10 mil pesos. Por eso ni piensa en detenerse. “Si tengo molestias físicas, a lo más paro un día, pero al otro vuelvo, porque si no, no tengo para comer”.
Su mayor temor es el de todos los que salen a trabajar durante la pandemia: llevar el virus a casa. Por eso, dice tomar todos los resguardos: “Cuando llego, me meto a la ducha de inmediato. No toco nada, me saco la ropa en un lado y me voy a tomar un baño. Después de eso, recién puedo abrazar a mi hija y a mi esposa. Esa es la rutina de todos los días”, explica.
No sabe cuánto más podrá aguantar así, pero pedalea para estirar el mes lo que más pueda. Paga arriendo y cuentas, y el seguro de cesantía de él y de su mujer son por ahora el gran colchón del que se aferran. No durará mucho, pero confía en que todo mejorará para cuando Chile consiga controlar el virus. “No pienso en otros escenarios, porque si no, uno queda más afectado con todo esto. Debo trabajar y es lo que voy a continuar haciendo”, recalca Fedor, que se niega a abandonar su sueño chileno.
Hasta septiembre de 2019, el ingeniero comercial Camilo Ananía trabajaba como especialista de mercado en una empresa telefónica. Entonces, una reestructuración lo dejó sin trabajo. Ahí comenzó todo un proceso que estaba más o menos encaminado, pero que el coronavirus obligó a reformular. Esta segunda transformación en seis meses lo tiene ahora haciendo toda clase de despachos por Santiago. “Cuando me quedé sin pega, yo ya tenía un emprendimiento, pero no me alcanzaba. Busqué trabajo, pero el estallido social paró los procesos, entonces me inscribí como conductor de las típicas aplicaciones. Estaba en eso y llegó la pandemia, así que tuve que parar y decir ‘¿y ahora qué hago?’”, relata.
Aunque en los primeros días de la cuarentena su estado anímico decayó, cierto día una idea se encendió en su cabeza: “La aplicación donde manejaba avisó que solo aceptaría trasladar objetos y no pasajeros. En paralelo, una amiga me contó que su aplicación del supermercado estaba con retraso; otra amiga que tiene una tienda pasó a solo hacer despachos y la empresa que ella usaba para mandar cosas se puso lenta. Analizando todo eso, dije: ‘Puedo hacerlo por mi cuenta’”.
Luego, dice Camilo, empezó un muy positivo boca a boca de sus servicios. “Esa amiga le dio el contacto a una clienta que hace brownies. Esa clienta le dio mi contacto a una persona a la que le compraba cerámicas. Esa persona pasó el dato a otra y así esto empezó a agarrar vuelo”.
Todo llegó al punto de que el 21 de mayo se constituyó como sociedad, donde tiene dos marcas: su emprendimiento antiguo de calcetines y corbatas, que ahora produce mascarillas, y la de despachos que su hermana bautizó como Pedidos Cam. Hoy ya tiene cinco clientes estables, además de los esporádicos. Con el trabajo, sin embargo, ha aumentado también el riesgo.
“Vivo con mis papás y al principio mis hermanos me llamaron la atención por eso, que ojalá no saliera. Y así lo hice un tiempo: tuve que decirles a algunos clientes que no podía moverme. Y bueno, me quedé sin ingresos”, detalla.
Por eso, su estrategia cambió: dejó de lado los riesgos de supermercados y farmacias y hoy se dedica casi exclusivamente a los despachos. “Solo entrego paquetes, no tengo tanto contacto con gente”, dice.
Camilo revela que le daría “mucha lata” contagiarse, pero que si esto llega a suceder, es algo que ya tiene conversado con sus padres: “Si pasa, me voy a una residencia sanitaria”. Dice que lo han controlado varias veces en la calle, pero que nunca ha tenido un problema. “Está todo en regla, ando con mi permiso siempre”, asevera.
Este profesional aprecia haber tomado la oportunidad que andaba dando vueltas, la que una vez aterrizada lo llevó a contar en redes su historia, que se viralizó y atrajo más clientes.
“Estoy con mucho despacho y pensando en vender mi auto y comprarme un vehículo utilitario, porque si me piden todas las semanas me voy a quedar corto de espacio”, cuenta.
¿Cómo seguirá su negocio poscoronavirus? “La gente se está acostumbrando a este tipo de servicios. Ahorran tiempo y son un poco más seguros. Tengo fe de que podré seguir con esto. Y si no sigue, habrá que buscar trabajo”.