La crisis ideológica de la UDI

Por Germán Silva Cuadra, Director del Centro de Estudios y Análisis de la Comunicación Estratégica (CEACE), Universidad Mayor.

Seguramente, ni ellos entienden lo que está pasando. Luego de ser el partido más dogmático, disciplinado y que mantenía el legado de Guzmán y Pinochet, de pronto quedaron sumidos en una confusión grande, esas que son difíciles de resolver: la propia identidad. Es como si la UDI hubiera sido infectada por un grupo de infiltrados ansiosos por romper con las tradiciones y promover cambios asociados a los nuevos tiempos del país. Pero no, los “revolucionarios” en el gremialismo no son millennials, tampoco nuevos militantes. El conflicto, el quiebre interno, lo provocaron “los fundadores”, aquellos que dieron luz a un partido que llegó a ser el más grande y que hoy intenta administrar la esquizofrenia de tener a un presidenciable de sus filas que se declara socialdemócrata, promovió el retiro del 10%, que se junta con Jadue y está por el Apruebo.

Poco queda del período de gloria de la UDI en las décadas pasadas. Esa etapa en que Lavín estuvo a punto de ganarle a Lagos en 1999, o tenían la bancada más grande del Parlamento. Luego empezaría una lenta caída –que los propios militantes y dirigentes no alcanzaron a percibir– que tuvo una señal de alerta muy importante desde 2013, cuando Golborne y Longueira tuvieron que dar un paso al costado como candidatos del partido a la Presidencia de la República –en plena campaña–, traspasándole el peso a Evelyn Matthei, quien intentó hacer un papel digno frente a Michelle Bachelet, sacando solo un 25%.

Luego vendría el involucramiento de varios de sus “fundadores” en los casos de financiamiento ilegal de la política, como el condenado Jovino Novoa, Moreira y su raspado de la olla, la dupla Penta y el propio Longueira, vinculado al caso SQM-Ponce Lerou, el exyerno de Augusto Pinochet. La UDI popular, esa que sorprendió a la izquierda por la capacidad de penetración del gremialismo en los sectores más desposeídos, también se comenzaba a desmoronar junto con la percepción pública de un partido que había gozado de los privilegios de ser la colectividad que, por lejos, tenía un importante lazo con el mundo empresarial.

Pero pese a los cambios acelerados que comenzamos a experimentar como sociedad en la última década –y que se expresaron de manera brutal en el estallido social–, la UDI se había mantenido fiel a sus dogmáticos principios. Hasta el 2020. ¿Qué le pasó a la UDI?

Primero, el factor Kast. El exdiputado, comenzó una fuerte estrategia para arrebatarle a su antiguo partido el nicho de la derecha “dura”, y seducir a algunos militantes gremialistas para llevarlos sus filas, el partido Republicano. Segundo, la discusión del 10% evidenció un quiebre que dio nacimiento a dos facciones: dogmáticos vs. pragmáticos. Y, por supuesto, Lavín. Su apoyo explícito al Apruebo y su autoproclamación como “socialdemócrata” abrieron la interrogante: ¿qué es ahora la UDI?

Porque si la derrota que sufrió La Moneda con el proyecto del retiro del 10% fue dura, las consecuencias para el partido gremialista fueron catastróficas. La directiva intentó incluso sancionar a los cinco diputados que votaron a favor en la segunda instancia –tres de ellos renunciaron a la colectividad antes de someterse al juicio interno–, en lo que terminó como un autogol, ya que en las instancias siguientes más parlamentarios se sumaron al proyecto, incluido el senador Moreira.

De ahí en adelante, las cosas se empezaron a complicar sobremanera para la UDI. Volteretas frente plebiscito –la más espectacular fue la de Bellolio, que siendo algo “progresista” y habiendo ya pagado todo el costo de estar a favor del Apruebo, se cambió sospechosamente al Rechazo, unos días antes de ser nombrado ministro–, la irrupción de una furiosa Evelyn Matthei –hace rato que no le veíamos ese rasgo en público– que anunció que competiría contra Lavín en las presidenciales, y, por supuesto, la bizarra reaparición de otro de los fundadores y personajes claves de la colectividad, Pablo Longueria. El exsenador, en algo parecido a un brote eufórico, volvió planteando una estrategia digna de una serie política polaca, tan lejana a la realidad como incomprensible.

Longueira pareció el dueño de una empresa que vuelve después de un año sabático en el Tibet, pensando que todo sigue igual y planteando sus planes personales como que fueran leyes absolutas. “Quiero ser presidente de la UDI, constituyente… quiero”. Y aunque su plan parece políticamente lógico, es decir, asumir que el Apruebo y la convención constituyente deberían imponerse en el plebiscito –hasta ahora todas las encuestas, incluida Cadem, le dan 70-30–, resulta extraño para la militancia UDI que el exministro llame a votar a favor del cambio a la Constitución e incluso haya llegado a decir que iba a estar alegre esa noche y que esperaba que el Rechazo no pasara del 15%.

Pero lo relevante de este quiebre en la UDI –que incluso llevó a Moreira a decir, primero, que también podía ser candidato presidencial y, luego, que estaba pensando renunciar a su partido–es que después de treinta y dos años –lo fundaron en 1988– los gremialistas están viviendo una crisis que los enfrenta a seguir pegados en el pasado y en los dogmas creados en la dictadura –de la que formaron parte en plena consciencia– o revisar lo que son en función de un país que cambió en 180° mientras ellos se aferraban a su doctrina.

Algo parecido al cisma de la Iglesia católica chilena y, para no ir más lejos, a la Democracia Cristiana. Ambas instituciones tuvieron que pagar un costo enorme y se vieron obligados a revisar esa identidad tan rígida. Qué más claro que los dos proyectos con que se quebró la UDI: el sistema de AFP –base del modelo económico– y la Constitución de Pinochet. Definitivamente, no hay peor crisis para un partido político que la ideológica.