Por José Luis Ugarte/ Profesor de Derecho UDP
Ya se sabe que hay películas a las que la propaganda termina jugándoles una mala pasada: no están a la altura de las expectativas que generan. El proyecto de reforma laboral presentado por el Gobierno se parece a esas películas. Mediocre y decepcionante.
Y es que el proyecto de reforma laboral es precisamente eso: decepcionante por donde se le mire. No cumple ni siquiera con los mínimos estándares que el movimiento sindical –principalmente la CUT– le había exigido al Gobierno en la materia y que, en palabras de la ministra Blanco, venía a “saldar una deuda con los trabajadores”. Tampoco cumple con los estándares mínimos de la OIT ni del Convenio 87 sobre libertad sindical. Una vez más estamos dándoles la espalda a derechos reconocidos en los países de la OCDE y que decimos admirar, salvo cuando se trata de los derechos de los débiles.
De partida, ni Blanco habla ya de un cambio histórico –un “antes y un después”, como decía entusiasmada hace meses–. Nadie en su sano juicio puede pensar que hay aquí algo parecido al cambio del Plan Laboral de Pinochet de 1979.
Ni que decir que esta generosa propuesta con el mundo empresarial vulnera gravemente la doctrina de la OIT sobre el derecho de huelga: los servicios mínimos son solo para los denominados servicios esenciales –aquellos vinculados a la vida, salud o seguridad de la población– y no para cualquier empresa que estime dañados sus bienes materiales.
Hace rato ya que el Gobierno renunció a cambiar el modelo de relaciones laborales de la dictadura. De hecho, este proyecto lo consolida definitivamente ahora con el ropaje de la democracia: la negociación colectiva en Chile es en la empresa y punto.
La excusa de algunos cercanos al gobierno para no tocar el eje central del Plan Laboral es groseramente falsa: ello requeriría –dicen– un cambio constitucional. Falso, porque la Constitución no dice que el único nivel posible de negociación colectiva sea la empresa, sino que ese es el mínimo que debe reconocer el legislador. De hecho, la negociación sobre la empresa es perfectamente legal en Chile: solo que es voluntaria de las empresas y, por lo mismo, inexistente. Por otro lado, nuestro país ha suscrito numerosos tratados de derechos humanos que consagran la libertad sindical, que precisamente nació y se consolidó fuera de la empresa, en el nivel de rama y sobre la base de un derecho de huelga real y no de entelequia.
Mejor sería la honestidad pública con los trabajadores: no hay voluntad política para dar poder al movimiento sindical a través de la negociación por área o rama o sector. La desigualdad grosera que afecta a nuestro país se mantendrá incólume luego de esta reformita. Del mundo sindical, al parecer, se esperan sus votos, no su agencia social ni política.
En cualquier caso, al no abordar el tema del nivel de la negociación colectiva –manteniendo el corazón del plan Laboral–, la reforma se constituye en la crónica de un fracaso anunciado: aproximadamente el 60 por ciento de los trabajadores chilenos trabaja en empresas donde no hay posibilidades de cumplir el quórum mínimo para la formación de un sindicato –8 trabajadores–, por lo que esta reforma y sus supuestas ventajas sindicales le son inoperantes. Para ellos, la única opción de acceder al derecho fundamental de la negociación colectiva era esa que precisamente el Gobierno descarta: la por área, sector o rama.
Dicho de modo más gráfico: si quien lee esta columna trabaja –como la gran mayoría de los chilenos– en una empresa que tiene menos de ocho trabajadores, hay una buena noticia: puede dejar de leer estas aburridas líneas, la reforma laboral y este Gobierno no tienen nada para ellos.
¿Tendrán algo que decir las fuerzas políticas progresistas en Chile respecto a que la reforma laboral no va a tener impacto en los derechos colectivos de 6 o 7 trabajadores cada 10? ¿No advertirá la izquierda chilena ningún problema en que la reforma laboral no pretende siquiera –usando el lenguaje favorito del oficialismo– emparejar la cancha para la mayoría absoluta de los trabajadores chilenos?
Veamos el mérito de este proyectito respecto de los trabajadores a los que sí podría favorecer. Desde ya es un mal augurio su extensión, sólo en las dictaduras se dedican tantos artículos a regular el fenómeno sindical. Y podemos adelantar algo ingrato: el amor por este proyecto de reforma será inversamente proporcional al avance en su lectura. De hecho, que haya trabajadores y dirigentes sindicales –autónomos por supuesto– que lo celebraran exultantes y sonrientes el día de la firma presidencial sólo se explica por un hecho obvio: no lo habían leído.
Vamos a las reformitas. No nos detendremos en detalles técnicos –donde el proyecto es, por decir lo menos, oscuro– y sigue la estela de José Piñera: la regulación llevada al absurdo del sindicalismo y de la acción colectiva, más movido por el miedo a los sindicatos que por el ánimo de dotarlos de herramientas de poder efectivo.
Tres eran los titulares de esta publicitada película: piso mínimo, titularidad sindical y derecho de huelga efectivo. El Gobierno ha llenado de letras chicas y más que chicas su reforma, en el límite con la mala fe. Nada –en esta mediocre película– es efectivamente lo que los titulares prometían.
En el caso del piso mínimo la reformita es un fraude. En efecto, se excluyen los reajustes, los incrementos reales y los beneficios otorgados por motivo de la firma del contrato, a saber, bono de término. No hay que ser un conocedor para percatarse de que estos tres son los temas más relevantes de las actuales negociaciones colectivas. Pues bien, en esta reformita no forman parte del anunciado piso mínimo. O sea, es un piso nominal y, pero aún, a diferencia de la situación actual incluso puede negociarse a la baja este mínimo nominal y el contrato colectivo forzoso (actual Art. 369) ya no es obligatorio para el empleador cuando las condiciones económicas así lo justifiquen. ¿Qué tiene de piso mínimo lo que se puede negociar a la baja?
Algo parecido ocurre con la famosa titularidad sindical, porque esta reformita permite que se negocie la aplicación del instrumento a los trabajadores sin afiliación sindical. Y bueno, en qué quedamos, ¿hay titularidad sindical o no? Si es negociable, el sindicato se verá afecto a numerosas presiones para esta extensión sin afiliación. Sin hablar del enorme incentivo al sindicalismo amarillo para permitir a las empresas extender los beneficios.
Y finalmente en la huelga es donde el proyecto pierde todo pudor. Se prometió derecho de huelga efectiva, para lo que era imprescindible la eliminación de los reemplazantes en la huelga. El proyecto efectivamente elimina la figura del reemplazo, pero –cocina de por medio– se inventa una novedad única en el mundo: servicios mínimos universales.
El Gobierno propone, bajo el título de limitaciones al derecho a huelga, que cualquier empresa puede solicitar al propio sindicato trabajadores para mantener la producción en términos que no cause daño a sus “bienes materiales, instalaciones o infraestructura” o que no cause daño “al medioambiente” (sic). Y como si el invento no fuera suficiente, se establece que, si no hay acuerdo entre las partes sobre estos servicios mínimos, resolverá la Inspección del Trabajo y contra esa decisión se podrá reclamar en los Tribunales.
No hay que ser adivino para saber algo obvio: buena parte de las huelgas terminarán en los Tribunales de Justicia para determinar esos servicios.
O sea, en vez de huelga efectiva, los trabajadores tendrán ahora un juicio. Notable avance.
Ni que decir que esta generosa propuesta con el mundo empresarial vulnera gravemente la doctrina de la OIT sobre el derecho de huelga: los servicios mínimos son solo para los denominados servicios esenciales –aquellos vinculados a la vida, salud o seguridad de la población– y no para cualquier empresa que estime dañados sus bienes materiales.
¿Dónde quedó entonces la huelga efectiva que el Gobierno les prometió a los trabajadores? Lo que se propone técnicamente es la derogación del derecho de huelga: una huelga con servicios mínimos no es huelga.
La reforma es grande en lo que no importa –proyecto con cientos de artículos que juegan a cambiar el nombre de las cosas y que ponen lo que estaba aquí un poco más allá– y es muy pequeña en lo que sí importa: no da poder efectivo a los trabajadores y sus organizaciones
Entonces, ¿título de esta decepcionante película?
Sencillo: La gran reformita laboral.
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