Por Claudia Zapata/ Directora del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos U de Chile
El “segundo tiempo” del gobierno de la Nueva Mayoría alcanzó a los mapuche con la bullada remoción de Francisco Huenchumilla. Un segundo tiempo prematuro, caracterizado por la capitulación del discurso pro reformas que permitió su regreso a La Moneda; un movimiento de repliegue hacia las consabidas fórmulas concertacionistas, caracterizado principalmente por los acuerdos con la derecha, los gestos hacia el empresariado, el escaso diálogo social y la restricción de la participación ciudadana (en realidad “expertos” y representantes de sectores varios convocados a comisiones de efectividad escasa). Esta insistencia en la fórmula tiene como su principal símbolo al ministro del Interior, el DC Jorge Burgos (el mismo que dijo que la Constitución de 1980 no era tan mala y que las niñas desaparecidas de Alto Hospicio andaban de parranda), figura que se erige con inusitado protagonismo.
La salida de Huenchumilla cerró lo que parecía ser un camino distinto, de cierta apertura a reconocer la condición política de la conflictividad social en la Región de La Araucanía. Lo que existía hasta la señal que se dio con su nombramiento y que parece seguir primando ahora, es la conducta esquizofrénica (aunque funcional) de una política multicultural por un lado y de represión por la otra. El principal instrumento de la primera –la Ley Indígena de 1993– es la expresión de un reconocimiento político limitado a concepciones desarrollistas y culturalistas con las que resulta imposible responder a una situación de creciente tensión. El conflicto es histórico, qué duda cabe, pero no se puede olvidar que a la incorporación forzosa del Pueblo Mapuche al Estado chileno, consolidada en 1883, se agrega de manera decisiva el devenir posterior, especialmente la debacle de 1973 y la instalación de un modelo económico que alcanzó efectividad gracias a la acción de un Estado ocupado por los golpistas (civiles y militares), desde el cual se favoreció la creación de un empresariado poderoso, protegido y subvencionado.
En la salida de Huenchumilla se condensan ejemplarmente estas tensiones: los esfuerzos de un sector, seguramente minoritario, por hacer un gobierno distinto y luego el reacomodo que deja en primera línea a los sectores más conservadores de la antigua Concertación.
Es necesario traer a colación estos antecedentes para recordar que el origen inmediato de la actual tensión entre mapuches y Estado chileno es la creación del poder empresarial forestal a través de la contrarreforma agraria y de la subvención del negocio a través del Decreto Ley 701, promulgado en 1974, del cual surge el actual poderío de los grupos Matte y Angelini. Un decreto cuya ininterrumpida existencia constituye uno de los mejores ejemplos de la estabilidad neoliberal y su eficiente administración a partir de 1990.
Para los que no lo saben, el mencionado decreto o “Ley de Fomento Forestal” asegura la bonificación del 75% de los costos asociados a la plantación de pino y eucalipto, además de beneficios tributarios, haciendo de este un negocio sin posibilidad de pérdida (este año el Ejecutivo presentó un proyecto de ley que propone ampliar esos incentivos, sin someterlo a consulta indígena, tal como establece el Convenio 169 de la OIT suscrito por el anterior gobierno de la mandataria). La conducta esquizofrénica por parte del Estado también se manifiesta aquí, cuando los gobiernos democráticos continuaron aplicando el DL 701 mientras paralelamente construían la institucionalidad indígena (la Ley Indígena y la CONADI en 1993). El quiebre se produce precisamente cuando la política multicultural –que aún siendo tibia fue en general valorada por las organizaciones indígenas– retrocede definitivamente frente a la decisión por parte del Estado de alinearse con los intereses privados desplegados en la IX Región, haciendo uso de sus tierras, bosques y aguas. Los hitos de esta ruptura son la construcción de la Represa de Ralco y la quema de tres camiones forestales en la localidad de Lumaco en 1997.
Esta continuidad histórica del modelo de acumulación y la centralidad de un Estado que favorece de manera grosera el interés privado es lo que parece no tener retroceso en la historia reciente de Chile. Al menos a eso apunta la dirección que ha retomado (si es que alguna vez abandonó) el gobierno de la Nueva Mayoría, y ello pese a que la narrativa de su campaña parecía recoger el malestar que distintos sectores de la sociedad vienen expresando con fuerza en los últimos años. El origen mismo de la coalición parecía ser una apertura de la vieja Concertación de Partidos por la Democracia hacia otras fuerzas políticas, acompañada de una lectura también distinta de la sociedad chilena y su creciente protagonismo. A menos de dos años de iniciado el gobierno, la reacción conservadora revela no sólo una conducta errática en los ámbitos en que se comprometieron reformas, sino una falta de convicción que sustenta la tesis de la manipulación calculada de las aspiraciones ciudadanas, al menos entre los sectores dominantes de la coalición, que son los que finalmente determinan la dirección del gobierno.
En la salida de Huenchumilla se condensan ejemplarmente estas tensiones: los esfuerzos de un sector, seguramente minoritario, por hacer un gobierno distinto y luego el reacomodo que deja en primera línea a los sectores más conservadores de la antigua Concertación. Conocida era la postura del ex intendente frente a episodios emblemáticos como el de Ralco, también su mirada política del conflicto y el diálogo que pretendía entablar con las distintas fracciones del movimiento mapuche (el documento que contenía su propuesta y que ha sido difundido por algunos medios habla, precisamente, de conflicto histórico, violencia política y reconocimiento constitucional, en concordancia con la construcción conceptual que ha realizado en las últimas décadas el mundo organizacional mapuche). Su salida les dice a estos últimos que tampoco es el momento de un nuevo camino para la resolución del conflicto, ni de la profundización del reconocimiento, ni de poner límites a la voracidad de las empresas privadas desplegadas en la zona. Peor aún, tampoco se avizora el fin de la militarización, la judicialización y la aplicación de una ley sin sentido, como es la Ley Antiterrorista.
Fue el turno para el movimiento mapuche de sentir el efecto de este segundo tiempo de la Nueva Mayoría, un actor que ha sido fundamental en la postdictadura, mostrando al país antes que a cualquier otro sector los límites de la transición pactada. Los pueblos indígenas y el pueblo mapuche en particular no constituyen una historia paralela, tampoco son un resabio del pasado, mucho menos un objeto para la observación curiosa, muy por el contrario, se erigen en nuestra historia reciente como barómetro de un peso dictatorial insostenible, de una democracia insuficiente y de una transición que la Nueva Mayoría se empeña en prolongar a contrapelo de amplios sectores de la ciudadanía.
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