Por Javier Rebolledo/Periodista , Autor del libro La Danza de los Cuervos
Con su rol cumplido y asegurando condiciones laxas para los empresarios sobrevivientes de la crisis financiera, Miguel Kast dejó su cargo en Trabajo y pasó a la presidencia del Banco Central. Cinco meses más tarde cerraba definitivamente su participación pública debido a que el Gobierno decidió la devaluación del dólar en medio de las críticas a los Chicago Boys.
Gracias a los escándalos que han involucrado a políticos de la Concertación, el concepto de gradualidad se ha ido instalando como la medida política de las cosas. El Gobierno parece no tener el peso específico para llevar a cabo los cambios estructurales que había prometido y ahí, una de las más esperadas iniciativas, damnificada, es la Reforma Laboral.
Se discute si el derecho a huelga será o no realmente efectivo y ya las voces de los ‘moderados’ aparecen defendiendo hechos como que en otros países con sistemas avanzados, países parte de la OCDE, consideran el reemplazo de trabajadores. Sin embargo, los mismos olvidan decir que en varios de esos países existe negociación por rama de producción, lo que puede justificar dicha medida. También olvidan mencionar que hasta antes del Plan Laboral, iniciado en 1978, Chile tenía negociación por rama. Y, coincidentemente, la casuística mundial indica que países con sindicatos fuertes, que incluyen la negociación por rama como un elemento estructural, contribuyen a una mejor distribución del ingreso.
Paradójicamente algunos de quienes hoy impulsan la gradualidad de la Reforma Laboral, son los mismos que en plena dictadura diseñaron el Plan Laboral.
Quienes desde la oposición hoy atacan los aspectos que otorgan mayor poder a los trabajadores, defendiendo una versión de reforma “light”, son los mismos que en dictadura fueron los funcionarios públicos encargados de llevar a cabo un cambio revolucionario en todo orden. Una revolución conservadora que cambió el sistema laboral construido durante años de esfuerzos, pero que también modificó para siempre el sistema educativo, el de salud y de previsión social hacia lo que tenemos ahora.
Estos cambios, parte de las Siete Modernizaciones anunciadas por Augusto Pinochet, comenzaron en 1978. Pero ya en 1975 los personeros, civiles y militares, preparaban la apertura de los fuegos. Como lo confesó el cerebro financiero de la DINA y brazo derecho de Manuel Contreras, el oficial de la Marina Luis Humberto Olavarría Aranguren, estando en el organismo terrorista se contactó con el director de Odeplan, el también marino Roberto Kelly. Su objetivo era acordar la solicitud de un estudio a una empresa especializada (Gallup) con el fin de que esta midiera el apoyo al régimen. De dudosa rigurosidad, los resultados se “filtraron” al diario El Mercurio que, el 15 de abril de 1975, los publicó. Según este, el 76% pensaba que Pinochet en realidad trataba de ayudar a todos, el 78% confiaba que los militares arreglarían el país y el 79% ansiaba un gobierno fuerte y autoritario.
Como el mismo Olavarría confesó judicialmente, su trabajo en la DINA era silencioso. Nunca firmó un documento para el organismo terrorista, pero “era jefe dentro de esa área, la económica. Es lo que se denomina inteligencia blanca [que identifica] cuáles eran las tareas a desarrollar para compeler a los adversarios políticos”, declaró. A la sombra de los cuervos, mi último libro, revela que uno de los colaboradores civiles de Olavarría en el área económica era Miguel Kast, en la actualidad elevado a la categoría de semidiós dentro de la UDI, solo superado por Jaime Guzmán. Otro testimonio, del subdirector de la DINA, Rolando García Le Blanc, también lo menciona como un asesor cercano, parte del organismo terrorista.
Como estudiante de la Universidad Católica primero, de la Universidad de Chicago después y, recién iniciada la dictadura, como funcionario de Odeplan, Kast llegó al mejor lugar que le podría haber tocado a una personalidad como la suya. Era el prototipo del “Chicago boys”, conservador en lo valórico, pues su alma Mater era la UC, y liberal en materia económica, debido a su formación en Estados Unidos. Y Odeplan era nada menos que el departamento de Gobierno desde donde se planificaron prácticamente todos los cambios en materia económica y social que la dictadura llevó a cabo.
Que Roberto Kelly, marino, fuera el jefe de Kast no era una coincidencia. La Armada en conjunto con civiles como Agustín Edwards y el economista Sergio de Castro, desde la Cofradía Náutica del Pacífico Sur, comandaron el golpe y luego, de inmediato, se hicieron cargo del área económica, la más sensible e importante de las estructuras del Estado. El contraalmirante Lorenzo Gotuzzo quedó en Hacienda; el ex empleado de la CMPC y de El Mercurio, Fernando Léniz, en Economía; y Kelly, en Odeplan, contó desde el inició con la ayuda cada día más gravitante de un Miguel Kast motivado.
Kast era un fanático. Creía fervientemente que el cambio total en Chile debía hacerse en dictadura debido a que este sería “el” momento para quitar la influencia socialista e implantar el sistema neoliberal en el que creía sin contrapeso. Mientras ascendía en Odeplan hasta hacerse director y luego ministro del Trabajo, entendió que para que el cambio fuera efectivo y los cerebros de los chilenos cambiaran también, sería necesaria la presencia de “misioneros” capaces de desperdigarse por ministerios, universidades y cuanta repartición pública existiera, con un fin claro: multiplicar el mensaje neoliberal, la política de mercado puro, sin ataduras, en un país con la metralla en la frente, la desaparición viva y las torturas a la orden del día.
La mayoría de sus “misioneros” venían de la Universidad Católica, eran gremialistas, donde también se nombró a un marino para supervisar el proceso: Jorge Swett Madge. Entre los “misioneros” se encuentran José Yuraszeck, Patricia Matte, Julio Dittborn, Joaquín Lavín, Cristián Larroulet, Norman Bull, entre cientos otros que entendieron la misión que su líder les encomendó.
El hecho de que en A la sombra de los cuervos Luis Humberto Olavarría, el hombre de economía en la DINA, reconozca que trabajaba con Miguel Kast, constituye el traspaso del delgado límite que muchos de los civiles partícipes de la dictadura han defendido: el haber avalado o no los crímenes de la dictadura. Que Le Blanc haya señalado lo mismo es, por cierto, una reafirmación.
Por eso Kast lideró el Plan Laboral, iniciado a partir de 1978 bajo la cara visible de José Piñera Echeñique como ministro del Trabajo. Y por eso también lideró prácticamente todas las modificaciones al sistema chileno.
A la sombra de los cuervos relata que poco antes de que Miguel Kast asumiera como ministro director de Odeplan en 1978, su jefe, el marino Roberto Kelly, presentó un conjunto de medidas consideradas como las precursoras del Plan Laboral. Incluían la creación del Consejo Nacional del Trabajo, la modificación de los libros I y II del Co?digo Laboral y un Plan contra el Desempleo. El documento presentado ante la Junta Militar fue bautizado como el “Plan Kelly”, pero su autoría solo sería formal “porque su asesor, Miguel Kast, llevaba una vez más la batuta en la organización”, relataba el libro La historia oculta del régimen militar.
Dos meses después, en diciembre, Kast asumió la cabeza de Odeplan y José Piñera la de Trabajo, recomendado ante Pinochet por uno de sus hombres de mayor confianza: el ministro del Interior Sergio Fernández Fernández. Los tres formaron un equipo decidido a llevar a cabo el cambio radical que tenían preparado en el sistema laboral.
Fernández fue mencionado en testimonios judiciales como uno de los integrantes de los interrogatorios con torturas que llevaba a cabo la Central Nacional de Informaciones (CNI) y también como uno de los visitantes del cuartel Borgoño, donde reinaba Álvaro Corbalán. Hoy es parte de un bufete de abogados donde comparte propiedad con el ex canciller Miguel Alex Schweitzer Walters, quien –según se demuestra en A la sombra de los cuervos– junto con Miguel Kast conocieron datos específicos respecto de las desapariciones en Chile.
Desde el punto de vista formal, el Plan Laboral parecía facilitar la organización sindical y aunque otorgó mejores condiciones para formar sindicatos, la mayoría de sus disposiciones les restó capacidad negociadora a los trabajadores.
Por ese mismo tiempo y como parte del trabajo mancomunado de los tecnócratas, se fraguaba una relación que asociaría a los civiles directamente con la CNI. “En unión con el respectivo secretario general de Gobierno y el director de la CNI, formaron un comité político de ministros que se reunió diariamente para sugerir al Presidente las medidas que la situación requiere. Una estrechísima coordinación impera en el gobierno”, señala el libro Los economistas y el Presidente Pinochet, de Arturo Fontaine Aldunate, ex director de El Mercurio entre 1978 y 1982.
En concreto, el Plan Laboral eliminó o transformó en letra muerta derechos laborales históricos. Quitó al Estado de las negociaciones laborales, restringiendo la relación a trabajadores y empleadores, conformándola así como un asunto entre privados. Esto le daba mayor libertad de acción al empleador y rompía un vínculo histórico de apoyo estatal a la parte que, legalmente, se entiende como la más débil dentro de una relación contractual: los trabajadores.
Con el objetivo de despolitizar el movimiento sindical, concebido como un lastre que había llevado al país a la crisis de 1973, se reconoció a los sindicatos, pero su derecho a negociar colectivamente quedó limitado a los trabajadores de una misma empresa. Así se ponía fin a la negociación por rama de la producción.
Además, el plan excluyó de las negociaciones colectivas a las empresas del Estado, central y descentralizado, y a las municipalidades. En el resto de las empresas excluyó de la negociación colectiva a los cargos directivos, también a los trabajadores sujetos a contrato de aprendizaje y a los contratados por obra o servicios y a los trabajadores de temporada. Además se dejó fuera a los empleados agrícolas.
Al tiempo que limitaba los derechos colectivos, el Plan Laboral otorgaba “incentivos” o libertades para manejarse de forma individual. En nombre de la libertad sindical, se eliminó la obligatoriedad de que el trabajador estuviera inscrito en un sindicato. Así, al momento de llegar a una negociación colectiva, el empleador podía negociar con cuantos sindicatos tuviera la empresa y paralelamente hacerlo con grupos negociadores de trabajadores, además de consagrar como derecho irrenunciable la posibilidad de negociar individualmente. A su vez, el empleador podía calendarizar cada negociación colectiva en distintas fechas del año, disminuyendo prácticamente a cero el efecto de las huelgas y evitando la unidad de los trabajadores.
Consecuentemente, la huelga tenía un máximo legal de duración estipulado en 59 días. Si no se llegaba a acuerdo dentro de ese período, se entendía que el funcionario renunciaba voluntariamente. Durante este proceso, el empleador tenía la potestad para cerrar la empresa, contratar rompehuelgas y descontar de sus remuneraciones los días de cese de trabajo a los paralizados. En caso de llegar a un acuerdo, el efecto en el tiempo del convenio colectivo sería de dos años. Pasado este período, cada una de las reivindicaciones y derechos obtenidos debía discutirse nuevamente.
El Plan Laboral buscaba someter el nivel de las remuneraciones a la productividad de la empresa, pero no garantizó el derecho a acceder a la información necesaria para conocer dicha productividad.
Con la salida de José Piñera de Trabajo y la llegada de Miguel Kast como nuevo titular de la cartera, en diciembre de 1980, las disposiciones del Plan Laboral fueron llevadas a cabo en su versión más dura y dogmática. Ejemplo de ello fue que, en vísperas de la crisis económica de 1982, se eliminó la indemnización de un mes por año de servicio: “En adelante, las indemnizaciones deberían negociarse, pasando a ser variable el monto”, se señala en mi libro.
Su intención era terminar totalmente con el salario mínimo. Si bien Kast no logró imponerse por completo en este punto, sí lo hizo parcialmente. Dejó fuera de la ley de salario mínimo a los menores de 21 años, a los mayores de 65 y a los trabajadores calificados como “aprendices”. Terminó con los horarios de trabajo rígidos, los que gracias al nuevo decreto podían ser determinados por el empleador. En la práctica, la jornada laboral se extendió a 12 horas diarias.
Paralelamente a la instalación de los cambios radicales antes mencionados, se fraguaba el crimen de uno de los hombres que más dolores de cabeza había dado a los tecnócratas en el cambio que pretendían llevar a cabo: el líder y presidente de la Asociación de Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), Tucapel Jiménez.
De a poco el crimen se fue haciendo real. A fines de 1980, el Ministerio de Economía, con José Luis Federici – coautor de “El Ladrillo”– como titular y Herna?n Bu?chi Buc nombrado como subsecretario, inició una estrategia para quitar del camino al dirigente sindical: el 17 de noviembre de 1980 se aprobó el Decreto N° 605 que dispuso el fin del interinato de los trabajadores de la Dirección de Industria y Comercio (Dirinco), donde Tucapel laboraba como jefe de presupuestos nivel uno. “Hernán Bu?chi, por medio del Decreto N° 605, dispuso el término del interinato y remueve de su cargo al funcionario Tucapel Jiménez Alfaro”, señala el fallo de la causa por el crimen de Tucapel dictado por el actual presidente de la Corte Suprema, Sergio Muñoz. Con celeridad única, Tucapel estaba fuera de su lugar de trabajo.
En conjunto con dicha labor, la Secretaría Nacional de los Gremios, dependiente de Jovino Novoa, realizó operaciones directas de inteligencia (escuchas telefónicas, seguimientos y espionaje para determinar los movimientos, contactos y rutinas del dirigente), antecedentes recabados que luego fueron proporcionados a la CNI para la ejecución del crimen, hecho también acreditado por la investigación judicial llevada a cabo por Muñoz.
El 25 de febrero de 1982, Tucapel fue secuestrado, luego de salir de su casa en su taxi rumbo a la sede de la ANEF, por un comando de agentes de la Dirección de Inteligencia del Ejército y agentes de la CNI. Lo obligaron a manejar hasta Lampa y ahí estacionarse. Cinco balazos en la cabeza y le cortaron el cuello.
Poco tiempo después del crimen, comenzaba la crisis económica y financiera de 1982. La balanza comercial indicaba que durante todo el proceso “milagroso” había marcado un saldo crecientemente negativo. En otras palabras, siempre fue más lo que se exportó que lo importado. Esta diferencia negativa fue acentuada por los grandes grupos económicos, fundamentalmente, a través del endeudamiento en el exterior. Mientras que en 1975 la deuda externa del sector privado se acercaba a los 790 millones de dólares, en 1982 llegaba casi 10.500 millones, sin que en el intertanto se hubiera creado una capacidad industrial que permitiera producir algo que no fueran commodities o recursos naturales con un bajo nivel de procesamiento. Sumado a que entre 1976 y 1981 la tasa de inversión fue de 15,5%, en comparación al 20,2% entre 1960 y 1970, se dejaba ver que la economía había vivido un sueño de consumo del que no se recuperaría en largos años.
Con su rol cumplido y asegurando condiciones laxas para los empresarios sobrevivientes de la crisis financiera, Miguel Kast dejó su cargo en Trabajo y pasó a la presidencia del Banco Central. Cinco meses más tarde cerraba definitivamente su participación pública debido a que el Gobierno decidió la devaluación del dólar en medio de las críticas a los Chicago Boys.
Según explica el libro La herencia de los Chicago Boys, en 1973 los trabajadores afiliados a sindicatos llegaban a los 939.000, lo que representaba cerca del 31% de la masa trabajadora. En 1987, luego del Plan Laboral, la cantidad de afiliados solo significaba el 10,7% de ella, y el número de trabajadores por sindicato disminuyó en promedio de 166 en 1973 a 71 en 1987.
El 18 de septiembre de 1983 falleció Miguel Kast. Según recuerda su biógrafo, Joaquín Lavi?n, esa noche la misa fue celebrada por el sacerdote Fernando Karadima.
De a poco el crimen se fue haciendo real. A fines de 1980, el Ministerio de Economía, con José Luis Federici – coautor de “El Ladrillo”– como titular y Herna?n Bu?chi Buc nombrado como subsecretario, inició una estrategia para quitar del camino al dirigente sindical: el 17 de noviembre de 1980 se aprobó el Decreto N° 605 que dispuso el fin del interinato de los trabajadores de la Dirección de Industria y Comercio (Dirinco), donde Tucapel laboraba como jefe de presupuestos nivel uno. “Hernán Bu?chi, por medio del Decreto N° 605, dispuso el término del interinato y remueve de su cargo al funcionario Tucapel Jiménez Alfaro”, señala el fallo de la causa por el crimen de Tucapel dictado por el actual presidente de la Corte Suprema, Sergio Muñoz. Con celeridad única, Tucapel estaba fuera de su lugar de trabajo.
Una semana antes de la muerte de Kast, en la jornada de protestas del 8 al 11 de septiembre, convocada por el sector laboral, nueve personas fueron asesinadas por la policía. Como respuesta al fin del milagro económico ocurrido en 1982, las protestas a nivel nacional habían partido en mayo.
1983 dejaba miles de casas allanadas, miles de detenidos, torturados, prohibición de informar a los medios de comunicación y más de cuarenta muertos. El 14 de diciembre iniciaba sus acciones el Frente Patriótico Manuel Rodríguez con el primer apagón eléctrico a nivel nacional.
Medidas extremas. Hombres decididos y sin matices. ¿Hoy día? Conservadores, gradualistas o contrarios a las reformas. Gracias a la corrupción de todo el sistema político, los empresarios entienden que por financiar la política controlan el sistema y meten miedo a la población. Y amenazan con menor inversión, con despidos si es que la Reforma Laboral que se pretende termina siendo realmente reivindicativa para los trabajadores. A mí me parece que por ahora una reforma profunda está perdida y siguen ganando los vencedores de antes.
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