La desconfianza de la ciudadanía por el funcionamiento de las instituciones administrativas, políticas y –todavía en menor medida– judiciales del país, resulta preocupante para la salud de la República. Originada por diferentes razones o motivos, entre ellos, el extravío político de las elites encargadas de conducir el país, ha generado un escenario en el que se duda del celo, diligencia y transparencia con que las instituciones desarrollan sus responsabilidades y competencias. Particularmente porque los estándares de actuación no parecen del todo objetivos y equilibrados a simple vista, y en sus resultados no pueden descartarse de plano rasgos de discrecionalidad.
Si esto es de por sí grave en el funcionamiento global de un Estado de Derecho, lo sería aún más si los hechos llevasen a la idea que la actuación del sistema persecutor de delitos –el Ministerio Público– no refleja el principio de igualdad ante la ley, sino más bien privilegios de algunos grupos o personas, ante la comisión de ilícitos.
La autonomía es uno de los aspectos esenciales del Ministerio Público en Chile y así lo expresa el artículo 83 de la Constitución y el artículo 1° de su ley Orgánica, lo que le confiere el carácter de un organismo extrapoder, es decir, ubicado fuera de los poderes tradicionales del Estado. Naturalmente, con las limitaciones que la propia ley le establece, entre las cuales la más importante es aquella referida a la autorización judicial (juez de garantía) cuando sus actuaciones priven de derechos constitucionales a un imputado o a un tercero. Pero el impulso es propio; y los criterios de priorización, también.
Es evidente que esa autonomía persigue garantizar su rol protagónico e independiente en la persecución penal. Ello, al margen de que su actuación implique diversas relaciones con los Poderes del Estado o instituciones y organismos públicos, por más complejas que sean. La coordinación con otras instituciones del Estado es esencial para las reglas y políticas de actuación que adopta el Ministerio Público, pero en absoluto deberían mermar su independencia y objetividad, o desviarlo del cumplimiento estricto de sus obligaciones. A excepción de la ambigüedad referente a la justicia militar, que lo obliga a inhibirse, y las competencias que se le reconocen al Servicio de Impuestos Internos (SII) y recientemente a la Fiscalía Nacional Económica (FNE), en materia de investigación de delitos el Ministerio Público es propietario único de la acción penal pública y de los criterios para ejercerla.
Es posible que alguien sostenga que en esa coordinación es inevitable la formación de zonas grises en el ejercicio de su autonomía y competencias, sobre todo respecto de las consideraciones que debe hacer al tomar acción y el talante institucional con que las ejerce. Pero esto no es admisible siquiera como un sesgo cultural autoritario de un país que apenas hace algunos años cambió el procedimiento penal.
Es evidente que el temple de las organizaciones se prueba cuando las cabezas políticas de todo el sistema se ven envueltas en situaciones punibles y que ameritan investigación. Ello ha ocurrido ya hace unos cuatro años y se arrastra hasta hoy, donde casualidades investigativas, de órganos administrativos en su mayoría, han puesto en evidencia casos de corrupción que tocan a altas esferas políticas e incluso el financiamiento ilegal de ellas, con parlamentarios involucrados.
El desarrollo de estos hechos ha tenido como actor relevante al Ministerio Público. Lamentablemente, no solo por la importancia de las investigaciones, sino también porque se ha percibido un escenario de presiones externas sobre su autonomía, y una nota interna de tensión y vacilación en la cabeza de la institución. No parece razonable que, en medio de investigaciones importantes, la mayoría de los fiscales que enfrentan los casos más relevantes se encuentren sumariados por su jefatura.
La política de sumarios sobre los principales fiscales indica un descontrol de la jefatura nacional del Ministerio Público, que en los dos períodos anteriores no había ocurrido y proyecta una señal ambigua sobre la legalidad y buen criterio en las actuaciones. Y, en este aspecto, todo parece apuntar a que las rutinas de confianza y coordinación entre la jefatura nacional y el cuerpo ejecutivo de la Fiscalía están en un bajo nivel y carentes de liderazgo.
Por otra parte, poco ayuda a generar una situación más transparente el hecho de que en las investigaciones aparezcan notorias diferencias de actuaciones y criterios entre los fiscales, ante casos parecidos, lo que sirve de fundamento a la percepción de discrecionalidad política en algunas de sus conductas.
El caso Corpesca ha llevado a parlamentarios al desafuero e incluso a medidas cautelares con privación de libertad, mientras otros parlamentarios, en circunstancias bastante parecidas, siguen ejerciendo sus cargos sin inconvenientes, lo que resulta incomprensible y puede conducir a pensar que hay acuerdos o compromisos para que eso ocurra. La intervención de un ex ministro del Interior en actos de financiamiento ilegal de la política no ha traído ninguna consecuencia, pese a que en medio de esa investigación surgieron hechos evidentes respecto a que se presionaba al Ministerio Público a través del Servicio de Impuestos Internos. La persecución penal del Estado no puede estar teñida por criterios de conveniencia o afinidad política.
Los fiscales, para hacer uso real y legítimo de su autonomía, deben ser adecuadamente representados por el Fiscal Nacional ante los otros poderes del Estado. Pero, al mismo tiempo, los fiscales deben también entender que su función extrapoder no significa que la autonomía sea una inmunidad que blinda a la institución frente al control público o las críticas acerca de su funcionamiento.
De lo que se trata es de que la garantía que la Constitución entrega al organismo le permita actuar ausente de presiones indebidas, las que por regla general provienen de los gobiernos de turno o los poderes políticos y económicos establecidos.
Por ello, la designación de sus titulares, la holgura presupuestaria y la imposibilidad de que se puedan impugnar sus decisiones por medios diferentes a los legales, es parte constitutiva de su autonomía y templanza institucional y de un Estado democrático.
En los aspectos señalados es inevitable que se forjen lazos institucionales entre el Ministerio Público y el sistema político. Pero de ahí a que los actores –o algunos de ellos– de este último puedan influir en la persecución penal, transformándola en discrecional o dominada por el interés político, hay un abismo. Y si la institución Ministerio Público aceptara esa presión indebida, estaríamos ante la muerte de la acción penal pública como un mecanismo soberano de un Estado democrático, y ante la transformación de la legítima razón penal del Estado, como último recurso, en un arma en manos de bandas destinada a mermar la sociedad.
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