Por Óscar Contardo, periodista
A veces hay señales que son como puntos pequeños dispuestos sobre una hoja en blanco. En ocasiones, entre cada uno de esos puntos se pueden trazar líneas que arman algo parecido a un boceto. Una de esas marcas puede ser, por ejemplo, un informe del Banco Central difundido hace un mes que advertía que el endeudamiento de los hogares chilenos había crecido más que el último máximo registrado el año anterior. La frase exacta, escrita en aséptica jerga de economista, informaba lo siguiente: “Los hogares registraron un stock de deuda equivalente a 73,3 por ciento del ingreso disponible, superior en 3,2 puntos porcentuales al cierre del año anterior”. Agregaba que la riqueza de los hogares chilenos había disminuido en un 3,6 por ciento respecto del anterior periodo. Unas semanas más tarde, otros puntos aparecieron sobre el lienzo. El encargado regional del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo advertía en una entrevista que parte importante de la población considerada como “clase media” en algunos países latinoamericanos, como Chile, en realidad era un grupo beneficiado del auge de los commodities que no había consolidado su nuevo estatus. Frente a cualquier acontecimiento inesperado -enfermedad, desempleo-, rápidamente volvían a su situación original de pobreza. El experto añadía que entre los países estudiados, habían aumentado los años necesarios de trabajo para comprar una vivienda propia: “O la clase media se ha vuelto más precaria o se ha vuelto más difícil ser de clase media”, concluía. Esto contradice a cierta élite local -política y económica- que ha descrito públicamente a la clase media chilena como un segmento en el que es común tener más de una casa.
Hace una semana, una nueva señal apareció: la Superintendencia de Pensiones anunció que las AFP debían corregir las proyecciones de rentabilidad de los fondos a la baja. “Una disminución de entre un 11 y un 27 por ciento”, era la frase. Un golpe para la población de un país en franco proceso de envejecimiento. ¿Cómo será la vida para esos chilenos ancianos con un sistema de salud pública siempre al borde del colapso, despoblado de geriatras y un sistema de salud privada que los rechaza o los arruina? Hasta el momento, la única respuesta política contundente ha sido impulsar el retraso en la edad de jubilación, sugerirle a la población trabajar hasta que no se pueda más o directamente pedirles que ahorren, algo que parece muy difícil con el nivel de endeudamiento que existe.
Según una encuesta de esta semana publicada en La Tercera, ocho de cada 10 personas nacidas después de 1980 “vive actualmente bajo la presión del endeudamiento y un significativo 41 por ciento de chilenos entre 18 y 21 años ya se declara endeudado”. La generación de chilenos con más años de educación formal en la historia del país debe dinero aun antes de egresar de la educación superior. Un 25 por ciento de los encuestados declaró, además, haber pedido un crédito para pagar otro.
Las señales esparcidas van creando una figura muy poco amable.
Una nota aparecida el 13 septiembre pasado en La Segunda sostenía que por cada millón de dólares invertido en Chile, se creaba menos de un empleo permanente. Esta mezquina proporción se debía, en parte, al progresivo avance de la automatización que extinguirá empleos y funciones en tasas altísimas, sobre todo en labores repetitivas o físicas, como en la gran minería. Esa información me recordó un artículo de Ciper publicado en 2017, que citaba el informe de la consultora internacional McKinsey Global. La consultora estimaba que en Chile, solo en el sector de las grandes tiendas de venta al detalle, el 51 por ciento del trabajo podía ser automatizado, “lo que eventualmente podrá producir una pérdida de 800 mil empleos”. La respuesta a eso suele ser un consejo con regusto terapéutico: en los tiempos que corren es necesario “reinventarse” laboralmente varias veces en la vida. ¿Qué significa eso para una población como la nuestra? Según el último informe de la Ocde sobre habilidades básicas de alfabetización, aritméticas y de resolución de problemas del entorno, los chilenos ocupamos el último lugar de la lista. Para la Ocde, no contamos “con las habilidades básicas necesarias para desempeñarse en un mundo digital”.
Los trazos que pueden dibujarse entre todos los puntos enunciados pueden variar en énfasis, o incluir otros síntomas, pero alcanzan a dibujar un conjunto de desafíos concretos que deben encararse con un proyecto serio, que involucre algo más que estrategias comunicacionales de parte del gobierno. El futuro no se resuelve sumergiendo el debate público local en la crisis de un país vecino, ni concentrando la discusión de la educación en una ideología que confunde mérito con segregación social. Tampoco sugiriéndoles a los chilenos que salgan a trabajar de madrugada para evitar los atascos de tránsito. Hay un horizonte más allá de las encuestas semanales y una responsabilidad por un porvenir que bien podría ser un veredicto.
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