Por Óscar Contardo, periodista
Desde octubre pasado vivimos en un tiempo que se encoge y ensancha de un modo que nos agobia, como si repentinamente alguien hubiera dispuesto sobre una mesa todas las facturas vencidas, montones de ellas desparramándose, recordándonos una morosidad antigua que exige pago inmediato. La epidemia solo hizo más intensa la situación, expuso -como lo ha hecho en todas partes- las inequidades bajo una luz despiadada que hizo contraste entre quienes podían buscar refugio en sus casas, y esperar que la emergencia pasara, y quienes estaban destinados a salir al sacrificio para buscar sustento. Tal como los índices de ingreso y educación, las diferencias entre las tasas de mortalidad de las comunas más ricas y las más pobres han revelado que tras la ilusión de un progreso uniforme, lo que existía era la cohabitación de una prosperidad acotada y una marginalidad invisible a los ojos del poder. No conocíamos los niveles de hacinamiento que había, dijo un ministro de Salud frente a las cámaras. Para muchos, el país era un promedio de cifras sin vida, índices que ilustraban con la figura de una gallada contenta, de la señora Juanita entusiasta y de las legiones de emprendedores ofreciendo sus servicios. Donde algunos podían adivinar precariedad, los entusiastas veían un jaguar de barrio rugiendo.
La desigualdad era un cliché, advertían, para luego sugerirnos que lo mejor era seguir esperando tiempos mejores y olvidarnos de exigir cambios, porque no estábamos preparados para hacerlos, nunca lo estaríamos. Cualquier movimiento en falso -regular para evitar abusos, proteger a los más pobres, elevar impuestos a los más ricos-, nos podía acercar al fin del mundo, o a encender una pradera seca que nos consumiría en las llamas. Bastaba una chispa para incendiar nuestra democracia, así de frágil era todo. Podíamos estallar en mil pedazos si se juzgaba al más burlón de los ladrones por sus crímenes o si alguien pronunciaba la palabra feminismo. Nuestra convivencia era un trozo de hielo, exhibido ante el mundo como un adorno de loza sobre un tejido de crochet; un iceberg sin más ciencia que su origen antártico, cuyo destino era derretirse silenciosamente, entregado al paso del tiempo, entre tablas de pino, cajas de salmones y cobre repujado.
Frente a cada demanda por un cambio, que suponía decisiones políticas, las respuestas habituales han sido, en orden correlativo, negar la realidad y la legitimidad de la demanda, esparcir el miedo sobre quienes la enarbolan o reprimir. Así sucedió con las pensiones, el Sename, con las comunidades malviviendo en zonas contaminadas y con la crisis en La Araucanía. La misma pauta fue aplicada durante el estallido y luego durante la emergencia sanitaria. Gustavo Gatica debió esperar 287 días para que el Ministerio Público lograra formalizar al carabinero que lo dejó ciego; Fabiola Campillai seguirá esperando que alguien se haga responsable de la brutalidad de la que fue víctima; los santiaguinos aún no conocen quiénes quemaron el Metro, y el país aguarda una reforma para un cuerpo de policía militarizada corrompido y desprestigiado. Así se nos pasa la vida.
Heredamos una Constitución que nos ha dispuesto en una enorme sala de espera vigilada por un conjunto de custodios que desdeñan las demandas y no escuchan argumentos, guardianes de un orden impuesto que ahora buscan usar la emergencia sanitaria como excusa para que la espera se extienda aun más o para que el plebiscito nunca se lleve a cabo. Guardabarreras de una fe severa con los más débiles y complacientes con los más fuertes, cuya letanía de llamados a la unidad se ha vuelto vacía, porque no invita al diálogo, no respeta el disenso, trastoca los hechos, manipula los datos y exige obediencia.
Fueron décadas de procrastinación política, una demora que, bajo la excusa de la prudencia, se transformó en una inmovilidad que convenía a los que estaban ya satisfechos. Esa lógica no puede extenderse más.
El plebiscito del 25 de octubre es una oportunidad para transformar esa sala de espera agobiante en un punto de encuentro, trazar desde ahí la salida más sensata para evitar quedar atrapados en el callejón al que nos llevaron tantos años de indolencia, soberbia y arrogancia de quienes impidieron todo cambio invocando un bien superior que no era otra cosa que su propio interés privado, asfixiando la realidad y reduciendo la política a un acomodo constante y la democracia a un rito sin sentido ni futuro.