En 20 años de funcionamiento el sistema ha significado un enorme avance de infraestructura, tanto vial como en otras áreas. Pero sería conveniente que ganara en transparencia y en eficiencia de proyectos. Porque resulta incomprensible a veces que la construcción y operación de algunos de ellos, por ejemplo, en infraestructura vial urbana, por falta de conducción sistémica y complementariedad entre ellos, lleve al Estado a hacer enormes desembolsos en obras complementarias; o que las soluciones entre cuatro paredes –por más beneficiosas que parezcan– terminen siendo un diseño cooptado por los propios concesionarios, financiados con cargo a los fondos del Estado. Ello, pese a que muchas veces los operadores son o generan el problema que se trata de solucionar.
Una discusión larvada pero profunda se está produciendo en el país a raíz de fallas persistentes en el sistema de concesiones que tiene Chile. En Obras Públicas no se trata solo del bochorno internacional originado en la mala ejecución del puente Cau Cau en Valdivia, que ha desnudado la incapacidad del Ministerio de Obras Públicas para controlar la ejecución de proyectos complejos. Se trata también de la baja calidad de los estándares vigentes en las obras viales concesionadas, la poca transparencia de los contratos de concesión, las dificultades para fiscalizar la explotación de las concesiones de cualquier tipo que sean y, en el caso de los peajes, el absolutamente indescifrable sistema de cálculo sobre lo que pagan los ciudadanos y que, en definitiva, como toda concesión tarificada, es la fuente financiera real de las inversiones hechas. Lo que los usuarios pagan en el tiempo implica los retornos del empresario, sus costos financieros y la rentabilidad de la inversión.
Es posible que detrás de la maraña de datos y polinomios que implican las tarifas, haya un generalizado pero encubierto abuso a los usuarios. Por ejemplo, en el caso de las autopistas, por el hecho eventual pero cierto de que el pago en pórticos fijos, hacen que cada usuario pague normalmente más kilómetros que los que efectivamente usó en la concesión. Amén de que en este caso incluyen costos de seguridad y otros servicios que, en la práctica, no se brindan o se dan fuera de los estándares acordados.
En su reciente Cuenta Pública al Congreso Nacional el 21 de mayo pasado, la Presidenta Michelle Bachelet señaló que la infraestructura de obras públicas en Chile es “calidad de vida y un puntal para nuestra productividad”, y anunció que, cumplidos 20 años desde la primera obra pública concesionada, “llegó el momento de perfeccionar la institucionalidad”. A ello apunta, dijo, “la creación de la Dirección General de Concesiones, actualmente en discusión en el Congreso”. Concluyó el tema anunciando nuevas licitaciones y la creación de un nuevo Fondo de Infraestructura.
Una edición dominical reciente de El Mercurio trajo una extensa reflexión del ex Presidente Ricardo Lagos, quien por voluntad propia ha asumido el papel de padre del sistema de concesiones que rige en el país. Uno de sus quince puntos de pauta destinados a generar “una mirada común”, con el subtítulo “Las concesiones han sido malentendidas”, señaló que “no es que las carreteras sean entregadas a los privados; por el contrario, a través de las concesiones, el Estado ha sido capaz de crear una riqueza en su favor de 25 mil millones de dólares que 20 años atrás no tenía”.
Ambos presidentes tienen razón. Se trata de un esfuerzo de inversión que posiblemente no habría sido posible con el presupuesto corriente del Estado, dada la baja carga tributaria existente en el país. Pero en el aire flota la pregunta de cuánto de esa riqueza es traspasada como bienestar o calidad a los ciudadanos. Al respecto, ambos Presidentes omitieron antecedentes claves.
Primero, que de acuerdo al modo de funcionamiento de las concesiones en Chile, desde un principio se contempló la existencia de un fondo de Infraestructura, proveniente del pago que los concesionarios hacían por la infraestructura existente al momento de entrar a licitar. Todos saben que las licitaciones no fueron por obra nueva, por ejemplo Ruta 5, sino en su mayoría fueron mejoramiento de estándares de obra ya construida. Por malas condiciones en que esta se encontrara, ella implicaba un esfuerzo nacional de varios miles de millones de dólares. El pago recibido debía ir a ese Fondo de Infraestructura para nuevas obras de cargo del Estado. Del Fondo nunca se supo, nadie evaluó sus resultados ni explicó en qué se gastó el dinero recaudado. En todo caso, no fue en infraestructura, y de manera muy discreta todo pasó a caja del Estado para mostrar superávit estructural.
Entre los nuevos proyectos que anunció la Presidenta, como Américo Vespucio Oriente, la ruta de La Fruta o la carretera de Nahuelbuta, tampoco todo es obra nueva, y algo se recibirá por la infraestructura existente. Si se licita según lo anunciado, habrá nuevos peajes, además de lo que se pague para el nuevo Fondo de infraestructura, es decir, peaje sobre lo ya construido y pagado.
Entonces, ¿algo de la riqueza acumulada retornará a los ciudadanos? O su esfuerzo solo ha acumulado para construir un fondo rotatorio entre los empresarios y el Estado innominado, corporativizado y sin beneficiarios? El anuncio de nuevas licitaciones no abaratará los peajes sino los proyectará en el tiempo, y el delta de bienestar y ahorro se lo llevará el nuevo concesionario? Es la paradoja del Estado rico con ciudadanos pobres.
Un aspecto central de las concesiones y que el actual proyecto de Ley del Ejecutivo que tramita el Congreso sobre la institucionalidad del Sistema de Concesiones no resuelve, es si esta institucionalidad va a seguir administrando contratos o, por el contrario, va a administrar proyectos. Esta diferenciación es clave, pues la segunda opción obligaría a cambiar completamente la estructura y capacidad de la inspección fiscal (y también la dimensión y funciones del MOP), la que en la actualidad es demasiado débil para fiscalizar y controlar efectivamente los proyectos.
Al ser insuficiente para cubrir de manera técnicamente eficiente los proyectos a su cargo, el MOP y la Unidad de Concesiones debe apoyarse en la llamada Asesoría a la Inspección Fiscal, que es un servicio externo licitado, de empresas consultoras o de ingeniería que sirven indistintamente a todo el mercado, y que constituye uno de los puntos más porosos y débiles de todo el sistema de concesiones.
En 20 años de funcionamiento el sistema ha significado un enorme avance de infraestructura, tanto vial como en otras áreas. Pero sería conveniente que ganara en transparencia y en eficiencia de proyectos. Porque resulta incomprensible a veces que la construcción y operación de algunos de ellos, por ejemplo, en infraestructura vial urbana, por falta de conducción sistémica y complementariedad entre ellos, lleve al Estado a hacer enormes desembolsos en obras complementarias; o que las soluciones entre cuatro paredes –por más beneficiosas que parezcan– terminen siendo un diseño cooptado por los propios concesionarios, financiados con cargo a los fondos del Estado. Ello pese a que muchas veces los operadores son o generan el problema que se trata de solucionar.
De esto, el ejemplo más a mano es el llamado nudo Quilicura en Américo Vespucio Norte, Autopista Central y Ruta 5, que obligará al Estado y, más directamente a los ciudadanos, a un desembolso de más de quinientos millones de dólares, según han reconocido las autoridades. Nadie sabe si se licitará o no, y menos aún se conocen detalles del diseño y de los chiches que una negociación reservada con los empresarios interesados podría agregarle al proyecto. Si la falta de visión sobre las obras que convergen en el nudo provocó el problema, lo menos que requiere la transparencia es que se licite. Cualquier otro curso de acción se hace sospechoso.
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