Por Fernando Atria (abogado) y José Luis Ugarte (abogado, experto en Derecho Laboral UDP)
La legislación laboral chilena es una legislación dictada para velar por los intereses de los empleadores. Ella ignora la diferencia de poder entre empleados y empleadores, y deja entregadas las condiciones de trabajo en la empresa a la contratación individual. Esto es uno de los trucos políticos más viejos: usar la retórica de la libertad y la autonomía (“nadie sabe mejor que los trabajadores lo que les conviene” etc) para ocultar lo contrario, para ocultar el hecho de que las condiciones son impuestas unilateralmente por el empleador. Las relaciones entre empleador y trabajadores no son relaciones de igualdad y equilibro sino relaciones de sometimiento. Lo que las ordena no es la igualdad ciudadana, sino la desigualdad de la propiedad.
Una transformación antineoliberal en materia laboral busca lo mismo que la transformación de la educación de una mercancía en un derecho social, o la exclusión del financiamiento privado de la política: busca que relaciones sociales que hoy son estructuradas por la lógica desigual de la propiedad pasen a estar estructuradas con una lógica igualitaria de la ciudadanía. Buscan que la libertad neoliberal, que es la libertad de los dueños (para imponer sus términos en la empresa o para comprar poder político o educación de calidad, etc), sea reemplazada por una libertad genuina, que sea para todos.
El neoliberalismo como adicción
Transformar estas relaciones, de modo que sean estructuradas por la ciudadanía y no por la propiedad, es la superación del neoliberalismo. Y para evitar que esto ocurra el neoliberalismo está dispuesto a multiplicar subsidios y beneficios, siempre que ean pensadas como beneficios y no derechos. Todo lo demás, dice, es “ideológico”. En materia laboral, es “ideológico” preguntarse por la distribución del poder en la empresa, lo que hay que hacer es preocuparse de las condiciones de trabajo. Y mediante el equivalente de subsidios el neoliberalismo está dispuesto a mejorar la posición de los que están peor situados, como un precio para defender la preeminencia de la propiedad sobre la ciudadanía.
Por eso una regulación laboral como la nuestra hace que las condiciones de los trabajadores peor situados no sean tan duras como ellas podrían ser: jornada máxima, salario mínimo, descanso semanal, etc. Pero esto se logra mediante el asistencialismo de la protección legal directa, no mediante la generación de parte de los propios trabajadores de herramientas para protegerse a ellos mismos. Esto último supondría afectar la manera en que se distribuye el poder en la empresa, y eso es incompatible con el modelo neoliberal.
Pero el neoliberalismo es como una adicción. Aun cuando la legislación laboral es prácticamente única en el mundo por la desprotección del trabajador, el neoliberal siempre cree, como el adicto, que no tiene suficiente, y busca más y más. Cada vez que se discute un reajuste del salario mínimo las predicciones son apocalípticas; y cualquier regla protectora, por limitada que sea, es vista como una “rigidez” que debe ser idealmente eliminada para lograr una mayor “flexibilidad” laboral.
Esto es, por cierto, contradictorio, porque mayor desprotección y “flexibilidad” significará una explotación más evidente, y eso afecta la estabilidad del modelo neoliberal. Pero esta es la contradicción de todo adicto, que sabe perfectamente que lo que quiere es algo que en el mediano y largo plazo no le conviene, pero lo sigue queriendo.
Salir del neoliberalismo es redistribuir el poder en la empresa
Salir del neoliberalismo es volver a entender que la cuestión central en la regulación de las relaciones laborales es el poder, porque los trabajadores también son ciudadanos, y tienen derecho a trabajar en condiciones no de sometimiento sino de igualdad y de libertad. Esta ha de ser la orientación de una legislación antineoliberal: la de crear condiciones para una distribución más igualitaria del poder en la empresa. Para que la empresa sea un espacio estructurado por la idea de ciudadanía, no la de propiedad.
A esto el neoliberalismo responderá como el adicto, que no puede concebir un mundo fuera de la adicción: redistribuir el poder en la empresa llevará al colapso, porque los trabajadores usarán ese poder para reclamar beneficios que la empresa no podrá dar. Es que el neoliberal cree que los individuos son racionales solo cuando consumen.
Al decir que la marca de una transformación antineoliberal de las relaciones laborales es la transferencia de poder no estamos diciendo que las condiciones de trabajo, remuneracionales y otras, no sean importantes; es que ellas mejorarán cuando los trabajadores tengan poder para defender sus intereses en la empresa. Lo que Chile necesita no es que la ley, con la condescendencia “con la que trata el caballero a sus lacayos”, mejore un poco el umbral mínimo de los peor situados; se trata de habilitar a los propios trabajadores quienes se hagan cargo de proteger sus intereses.
¿Cómo se logra esto? ¿Cómo se redistribuye el poder entre las partes de la relación de trabajo? La respuesta es conocida: el poder viene de la acción concertada y autónoma, de la agencia colectiva de los trabajadores.
Y eso es precisamente lo que no se ha podido cambiar en las últimas décadas. Solo el 10% de los trabajadores tendrá en su vida laboral un contrato colectivo. El resto deberá conformarse con un contrato individual, esto es, con la voluntad unilateral del empleador. Es el mismo número que al final de la dictadura. Dicho en palabras simples: aquí, treinta años sin avances para los trabajadores.
Pero treinta años de numerosas reformas (ley 19069 en 1991, ley 19759 en 2001 y la reciente ley 20940), siempre defendidas diciendo que restablecerían el equilibrio de las relaciones laborales. Como la fuente del desequilibrio nunca fue correctamente identificada, la situación no cambió significativamente.
La capacidad de acción colectiva de los trabajadores es la clave
Porque se trata de una cuestión política, acerca de cómo nos entendemos como ciudadanos, y no económica, acerca de qué es más “eficiente”: ¿Deben los trabajadores incidir en las decisiones que los afectan? ¿Nos importa que tengan “algo que decir” sobre sus condiciones de trabajo, o que en vez de eso estén sujetos a la voluntad unilateral del empleador? ¿Cómo poner límite al poder potencialmente arbitrario del que está dotado la empresa frente a sus trabajadores?
El neoliberalismo es un modelo político disfrazado de modelo económico. Debemos descorrer el disfraz, y plantear estas preguntas políticas que oculta. Cuando lo hacemos, vemos que el criterio con el cual debemos juzgar cualquier reforma es la construcción de poder colectivo de los trabajadores, un poder que pueda servir de equilibrio frente al hoy desmesurado poder del empleador.
Si se trata de crear poder colectivo, lo decisivo no es el número de sindicalizados o su capacidad para realizar huelgas numerosas y visibles. Esto importa, por cierto, pero la experiencia muestra que no es suficiente para “emparejar” la cancha. Y ni siquiera en principio es relevante para los trabajadores que trabajan en empresas en que no pueden siquiera formar sindicatos.
La cuestión es el dispositivo central del marco legal de la dictadura, del Plan Laboral: el nivel de la negociación colectiva. Mientras la respuesta del Plan Laboral a esta cuestión siga vigente, seguiremos viviendo bajo el modelo de la dictadura.
La ley priva a los trabajadores chilenos de su derecho a determinar en qué nivel negociarán sus condiciones de trabajo. Ella autoritariamente restringe la negociación colectiva a un ámbito reducido y estrecho: la propia empresa. Y al hacerlo además excluye de la negociación colectiva (que la propia constitución declara un “derecho”), a la mayoría de los trabajadores chilenos, que ni siquiera puede constituir un sindicato.
La medida de una transformación genuina del modelo actual de relaciones laborales será la medida en que la negociación colectiva se abre a la posibilidad de diversos niveles: empresa, inter-empresa, sector o rama, etc.
Despejando caricaturas predecibles
Se trata, para evitar caricaturas predecibles, de niveles de negociación plenamente compatibles. En efecto, sobre el piso mínimo que fijará la negociación por rama, cada empresa, según su realidad, su tamaño y la fuerza sindical de sus trabajadores, determinará las condiciones estándares del trabajo.
Esta adecuación a las condiciones de cada área, cada sector, cada empresa, es hoy imposible. En efecto, al prohibir la negociación en niveles superiores a la empresa el modelo neoliberal solo puede operar en dos niveles: el nivel más general, de la economía chilena como un todo (al que sea aplica, por ejemplo, el salario mínimo) y la empresa. Precisamente por esto, la protección legal solo puede ser la que es adecuada para la economía completa, lo que quiere decir: es protección realmente mínima. Y las condiciones en la empresa son pactadas individualmente o frente a sindicatos cuyas posibilidades de acción colectiva están considerablemente limitadas.
La negociación colectiva en niveles superiores a la empresa crearía espacios progresivos de adecuación de la regulación a la realidad de cada sector, grupo de empresas, actividad, etc. Así, por ejemplo, sobre la protección legal los trabajadores de la gran empresa obtendrán condiciones de trabajo superiores a los trabajadores de la pequeña y mediana empresa, etc.
Los trabajadores también son ciudadanos
La autoritaria y arbitraria restricción actual de la negociación colectiva solo a la empresa excluye de esa forma de negociación a la mayoría de los trabajadores chilenos; reduce a los sindicatos a organizaciones sin mayor poder, y deja a los trabajadores entregados a la voluntad unilateral del empleador.
Si la negociación colectiva se extiende a niveles superiores a la empresa, el 90% de los trabajadores chilenos, que hoy está completamente excluidos de la negociación colectiva podrá, por primera vez desde la dictación del Plan Laboral de la dictadura, negociar colectivamente.
Tremendo desafío para la política. Tremendo desafío para la izquierda. Tremendo desafío para los trabajadores.
Poder asumir las riendas de su destino, como si fueran -al fin- ciudadanos en su empresa.
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