Por Germán Silva Cuadra, Director del Centro de Estudios y Análisis de la Comunicación Estratégica (CEACE), Universidad Mayor.
No es una simple coincidencia. Las segundas partes tanto de Bachelet como de Piñera han estado lejos de las expectativas iniciales, no solo por las dificultades enfrentadas, sino además por el quiebre anticipado de las coaliciones que sostenían a sus gobiernos. La otrora Nueva Mayoría y el casi difunto Chile Vamos partieron como grandes promesas de renovación y nuevos aires para sus respectivos sectores, para terminar como dos aventuras de corto aliento, torpedeadas desde adentro.
En el caso de la coalición de derecha, la situación es aún más dramática. A diferencia del pragmatismo de la centroizquierda, que constituyó una coalición con el poco vuelo que quedó de la Concertación, Chile Vamos se planteó con un exceso de confianza –y bastante soberbia– como el nacimiento de una propuesta ideológica que sería capaz de gobernar Chile por 30 años: “Estas son las ideas que el mundo está abrazando”. Claro que no contaban con que esa misma ideología se empezaría a caer a pedazos con uno de los suyos al frente del Gobierno. La Constitución del 80 y el sistema de pensiones, por lejos, eran dos pilares sagrados para el oficialismo.
Lo que le ha ocurrido a la derecha en estas dos semanas es digno de una serie de Netflix, partiendo por un Gobierno en un estado de confusión total. Un Presidente que se ve solitario, abrumado, proyectando el desconcierto de haber cambiado recién a su equipo político sin resultado alguno. Los partidos peleados entre ellos, cuestionando a los ministros y con críticas cruzadas de alto tono. Un partido chico –Evópoli– que quedó como el principal soporte de un Gobierno sumido en una de las peores crisis políticas de la historia del país, que ya va para diez meses desde el 18 de octubre. La doble derrota ideológica y el quiebre posterior en la UDI y RN. Y, por supuesto, el tiro de gracia de Joaquín Lavín, el candidato mejor posicionado y que, a horas de la votación en la Cámara, destrozó el Plan Clase Media, alentando así a los disidentes.
Creo que Lavín tenía absoluta conciencia respecto a que, tarde o temprano, debería chocar de frente con el partido que fundó. Para ser candidato presidencial y capturar una base de apoyo más o menos transversal, el alcalde necesitaba dar un golpe que le permita cortar con la UDI o, al menos, mostrar una significativa independencia.
El gremialismo tiene un importante nivel de rechazo en diversos sectores, pero en particular en los grupos medios que se incomodan con la historia de cercanía a la dictadura de ese partido, además de ser más liberales en materia moral. Ese grupo jamás votaría por un UDI, pese a simpatizar con Lavín y valorar su rol en la Municipalidad de Las Condes. Es decir, personas que incluso podrían cruzar la línea ideológica y votar por el “alcalde”, pero en ningún escenario lo harían por el “Presidente”. Para ellos o ellas, el peso de Jacqueline Van Rysselberghe, Jovino Novoa, Coloma o Longueira actúa como un fuerte inhibidor. Es el votante de cierta tradición de centro o incluso centroizquierda, aunque ahora estén alejados, que no serían capaces de aceptar una suerte de “traición” a su propia historia.
Esta vez fue el candidato Lavín el que le dio el tiro de gracia a la ambición de La Moneda y Chile Vamos de revertir la votación en particular. Y con la habilidad de siempre, buscó el momento preciso para lanzar su golpe al mentón: a última hora. Lavín sabe que tiene un rol de liderazgo importante entre dirigentes, alcaldes y parlamentarios. Su opinión, su palabra tiene peso, especialmente cuando se discuten temas en que los dogmas se enfrentan al pragmatismo. De hecho, cuando se supo que los diputados que votaron a favor irían al TS, el senador Iván Moreira emplazó al presidenciable para que se pronunciara, aludiendo a su “liderazgo”. Claro, una forma también de descalificar a la directiva gremialista que quiere sancionar a su hermano.
Hay que reconocer que el Gobierno, su comité político y la UDI, se jugaron el todo por el todo en la segunda votación. La señal pública fue “estamos dispuestos a perder defendiendo nuestras ideas”, pero con la convicción íntima de que habían logrado dar vuelta a los trece díscolos. La Moneda, en otro error comunicacional –uno más– apostó por proyectar al Mandatario jugándosela en solitario por revertir la situación. Una estrategia más que arriesgada, porque cuando se cae derrotado con una puesta en escena así, el costo es muy alto. Pero la UDI fue más allá y actuó como una congregación del siglo XVII para dar “una señal”. Una actuación precipitada que los hizo proyectarse autoritarios, de trato injusto e incluso amenazantes. ¿El resultado?: la renuncia de Carter, Amar y Troncoso –antes de ir a la Santa Inquisición–, quienes argumentaron no haber cometido falta ni delito.
La derecha ha quedado en un laberinto complejo con más de un año y medio por delante en el Gobierno. Es tal la confusión, que incluso Hernán Larraín Matte, de Evópoli, sugirió que todos los presidentes actuales renunciaran. Habrá que ver cómo se reordena el tablero y redistribuyen las piezas, incluyendo a los “disidentes”. Por ahora, parece que surgirán dos derechas y tres matices: el ala más liberal encabezada por Desbordes-Ossandón y, por el otro lado, un sector que buscará reivindicar una agenda valórica conservadora y se la jugará por un proyecto ideológico duro. En esta postura, las dos “sensibilidades” (Republicanos versus la UDI y un grupo de RN) buscarán disputarse el liderazgo entre José Antonio Kast, los UDI clásicos y Andrés Allamand, quien pareció oler –o provocar– la división y apostó sus fichas, esta vez en los conservadores.
La crisis ya es irreversible. Independientemente de lo que pase hoy en el Senado –todo indica que se aprobará luego del anuncio de Moreira, Castro, Sandoval y Ossandón– e incluso en un escenario en que La Moneda logre alinear a todos sus parlamentarios a última hora, rechazándose el proyecto, el costo en la opinión pública y ciudadanía sería catastrófico para la derecha. Y de aprobarse, el quiebre se profundizaría hasta el nivel que Chile Vamos tendría que bajar la cortina casi de inmediato. Porque, al igual que la semana pasada, aquí solo caben dos escenarios para el oficialismo: perder o perder.